Un jardín, Virginia, un jardín

Un jardín, Virginia, un jardín

He vuelto a pensar en ella muchas veces. Y en el último mes, que pasé cerca de la naturaleza y en que retomé la costumbre del diario, aún más.  

Diario del día veintiséis de la estación verano. Fragmento.

Cuento doce variedades de verde a mi alrededor. Tres tipos de cantos de aves. No se los nombres. No tengo palabras para apuntar lo heterogéneo. Es el verde y es el sol. La manera en que el sol llega a esos árboles y arbustos distribuidos con sabiduría botánica. La manera y la intensidad.

En los primeros años del siglo me tocó vivir con Mademoiselle R., una argentina hija de franceses. Soltera ella. Cuando la conocí tenía ya más de setenta años. Alquilaba cuartos en un departamento de Belgrano. Allí había ido hacía más de dos décadas a cuidar a los hijos e hijas de un hermano, cuando les había llegado la hora de estudiar en Buenos Aires. Una vez todos vueltos a su tierra o emancipados con un título profesional bajo el brazo, ella, la tía, tuvo el permiso de seguir viviendo en el departamento del hermano siempre que pudiera mantener las expensas y los servicios. Para eso, hizo lo que sabía: comenzó a alojar a estudiantes venidos de distintas provincias del país a estudiar a la capital; después llegarían también migrantes latinoamericanos. Lo hizo décadas antes de que estuviera de moda.

Diario del día veintisiete de la estación verano. Fragmento.

¿De qué ave es ese canto alegre? ¿Cuál es ese otro pájaro con el que parece conversar? ¿Por qué están en árboles distantes? Distantes. Distintos. Puedo seguir el trazo de su canto, la diagonal que dibujan sus trinos en el aire. Sigo sin palabras que nombren la variedad de este jardín.

Recuerdo a Mademoiselle R., como una mujer enérgica, desprendida, de una honestidad imperturbable. Una humanista. Llegué allí a mis veinticinco, cuando buscaba departamento para alquilar sola por primera vez. Un mediodía de junio – que en el hemisferio sur equivale a un mediodía de diciembre en el norte- almorcé con una amiga, que llegó con un amigo francés. Caía una lluvia torrencial. Hacía frío. Veníamos de días de viento y cielo gris. Tal vez por eso acepté la sugerencia del amigo francés: ir a conocer a una mujer que alquilaba cuartos a estudiantes universitarios. Mademoiselle R., sí. Tal vez mi cabeza -o mi corazón- dedujo que la transición de la familia a la independencia sería menos traumática de esa manera. Tal vez me sedujo la continuidad de la lengua o de la comunidad de estudiantes; después de todo venía de vivir un año en una residencia estudiantil en Rennes, Francia. Tal vez fue una corazonada económica: estábamos a dos años de la debacle del 2001, ya se dejaban sentir los estertores de lo que se desplomaba. El fin de semana largo de junio de 1999 mudé mis cosas, que eran eran básicamente ropa y libros. Y una doble cassettera redonda y portátil.

Diario del día veintinueve de la estación verano. Fragmento.

Otra vez la conversación de la que no soy parte. Las aves, más despiertas que yo esta mañana, se dicen mucho. Con júbilo y algarabía. Con tenacidad. Empiezo a a saber que debería aprender a nombrar este mundo que habla: aves, plantas, árboles, flores, insectos. No hay plantación sin raíces arrancadas, dijo alguien ayer.   

Tuve largas conversaciones con Mademoiselle R., que a veces repetía historias. Las que más me gustaban eran las de su infancia en la Patagonia. Su padre era lo que en ese entonces aún llamábamos un pionero. Había llegado de Francia a Argentina en 1904. ¡1904! A la vuelta de la esquina de 1880, el año en que la fosa, es decir, la matanza de los indígenas que habitaban esas tierras, había empezado a correr la frontera de la nación hacia el sur. El padre había llegado con otro hermano varón. Se habían asentado en la cordillera. Cuando Mademoiselle R. era aún una niña, vivía con sus padres y sus diez hermanos -ella era la benjamina- a la vera de un ancho río. En la orilla de enfrente, sus tíos y primos. Sentadas las dos en la cocina de la calle Federico Lacroze, mientras el olor de los piñones que ella hervía nos abrigabba como una manta de lana, Mademoiselle R. me contaba que cuando querían invitar a almorzar a los tíos y primos, colgaban una sábana blanca en la soga. Si los tíos aceptaban, colgaban una sábana color azul: estarían por allí el domingo al mediodía. Llegaban todos a caballo, vadeando el río.

Diario del día treinta y dos de la estación verano. Fragmento.

Poco más de las ocho de  la mañana. Un rayo de sol llega justo a la ropa tendida. El resto del jardín aún entre sombras. Quisiera ser el toallón amarillo que cuelga de la soga, ganar calor desde el sol tenue que me envuelve después de haber atravesado la cortina de cerros y árboles. El árbol que vuelca su sombra sobre mí, aquí al lado, carga, pesado, cientos de botones verdes que en unas semanas serán higos.  

Como siempre, encuentro que no fui lo suficientemente curiosa en aquella época. No tomé apuntes, no hice más preguntas. Por supuesto Mademoiselle R. sabía de cultivos, de vacas, de caballos, de partos, de lluvias, de plagas, de traiciones. Comía hinojo, hervía los repasadores en una olla de campamento inundando la casa de un olor que nos hacía salir a la calle unas horas o recluirnos en las habitaciones a los que allí vivíamos, visitaba a los chicos del Garrahan todos los domingos, puntualísima. Tejía con ahínco. Sabía de plantas medicinales, de miedos y flaquezas, de resistencia, de sobrevivir. Anotaba todo lo que gastaba en una libreta -gran documento histórico, ¡quién tendrá esas libretas!- y llevaba un cuaderno en el que escribía los datos de todos los estudiantes que alojaba -otro documento que ojalá alguien haya preservado-. He vuelto a pensar en ella muchas veces. Y en el último mes, que pasé cerca de la naturaleza y en que retomé la costumbre del diario, aún más.  

Recordé la huerta que Mademoiselle R. tenía en la casa del sur, en la que se instalaba cada año desde Navidad hasta Semana Santa. Sí, el departamento de Buenos Aires quedaba a cargo de alguno de los estudiantes, pero esa es otra historia. Tuve la suerte de visitar la casa del sur dos veces, en otoño, la estación predilecta de Javier Heraud. Además de manzanilla, menta, romero, verbena y albahaca, cultivaba lavanda, una lavanda con un aroma como no he vuelto a sentir. Cuando la cosechaba ponía las flores a secar al sol sobre unas planchas de alambre y luego armaba ataditos que guardaba en bolsitas de lino con sus dedos arrugados de tanto dar. Todavía tengo algunas bolsitas en mis cajones. Es una forma de tener cerca su vocación por la vida. Muchas veces imaginé la falta que le harían en Buenos Aires su huerta y el jardín que lo coronaba. Un jardín de lupinos, pensamientos, alelíes, caléndulas y margaritas que se turnaban para florecer y que se acomodaban como querían.

Diario del día treinta y seis de la estación verano. Fragmento.

Este jardín en el que escribo se organiza en un tono desposeído. No hay canteros, no hay tijeras que poden. No hay bordeadora que vigile que ningún pasto se salga de la raya. Un jardín silvestre, hecho de tierra, verde y sol. Un jardín que crece, que cuelga, que avanza. Con yuyos, en homeostasis.

¿Cómo armarse un jardín? Un jardín, Virginia, no un cuarto, un jardín.

Un jardín adonde refugiarse cuando el cemento y las bocinas arrecian. Cuando los má, má, má, no se detienen, en una velocidad imposible de asumir. O la inversa, de igual magnitud: la no respuesta ante cualquier pregunta, indicación, pedido a los hijos.  Un jardín en el que gritar sin que nadie juzgue, en el que reír sin corrección política. Un jardín en el que contemplar lo inexorable de la vida, la quietud de la espera, el torbellino y la insistencia del ser. Un jardín en el que doblar la espalda y roer las manos entre tierra y gusanos, no sobre un teclado. Un jardín que obligue a estudiar para entender y que al mismo tiempo revele el misterio sin palabras. Un jardín que modifique su imagen con lentitud y sin concesiones. Un jardín que se vista y se desnude y vuelva a vestirse y a entregarse a la vida que se desenvuelve antes nuestros ojos atónitos, faltos de palabras. Un jardín en el que eros resuene en cada tallo, en cada estambre, en cada pistilo; que murmure tánatos en cada fruta que cae podrida al suelo para volver a ser eros. Y así.

Habrá que hacer como la poeta argentina Diana Bellessi: tener un jardín y dejarse tener por él.

He construido un jardín como quien hace
los gestos correctos en el lugar errado.
Errado, no de error, sino de lugar otro,
como hablar con el reflejo del espejo
y no con quien se mira en él.

He construido un jardín. Fragmento.

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