Todo habla alrededor

Todo habla alrededor

El sol asoma entre los verdes de los distintos árboles; el cielo está despejado, de un azul intenso. Algunos pájaros trinan; unos en tonos agudos, otros más chillones. Los zorzales parecen hablar entre sí a través de su gorjeo. Los chimangos se gritan de un pino a otro. Un auto desliza las llantas por el camino de ripio un poco más allá. Son las ocho de la mañana de un día de enero. Aquí, al sur del mundo, es verano.

Todo es silencio. Y todo habla alrededor. ¿De qué manera podría capturarse algo de esa quietud viviente que es el bosque ahí afuera?

Una vía es empezar no por el silencio, sino por la música. La de las aves por ejemplo. El sonidista de la naturaleza  y diseñador de sonido uruguayo, Juan Pablo Culasso, graba, analiza y clasifica cantos de pájaros de América Latina y del mundo desde hace más de quince años. En su web Sonidos invisibles podemos oir calandrias, cucaracheros, hormigueritos, atajacaminos y otras aves. Su pasión son los paisajes sonoros. Con su registro podemos cerrar los ojos e imaginar con total certeza que andamos en un bosque, un pantanal, a orillas del mar. Aquí, toda su obra.

El núcleo primigenio

Si la naturaleza es una presencia inquietante en un medio agreste o rural, no deja de estar presente en la urbe a manera de clima, de atmósfera, de tallos pujando por vencer la juntura de dos adoquines. Entre 1892 y 1894 Claude Monet pintó treinta veces la Catedral de Rouen: con la luz del amanecer, con el sol impío del mediodía, sobre el crepúsculo; en invierno, cuando todo parece dormir, en otoño, en las cuatro estaciones.

Imagen de la serie 'Catedral de Rouen' de Claude Monet, que captura la fachada gótica en diferentes horas del día y estaciones. Cada pintura explora cómo la luz transforma la arquitectura, uno de los grandes ejemplos del Impresionismo
Ocho versiones de la Catedral de Rouen capturadas en diferentes momentos por Monet | c. 1890

Quería atrapar los cambios que imponen las variaciones de la luz a una construcción inamovible. La protagonista no es en esta serie la Catedral, sino la luz. ¿Cómo retener eso que por definición es algo que se escurre? Monet y los impresionistas fueron al núcleo primigenio de la vida en nuestro planeta.

Fui a los bosques

Vi La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) cuando tenía quince años; la edad a la que la poesía, si arde, quema para siempre. Faltamos a la escuela con varios compañeros y nos tomamos el colectivo hasta “la capital”, como le decimos en el conurbano a la ciudad de Buenos Aires. Salí del cine y anoté el nombre del poeta que fue a los bosques: Henry David Thoreau (1817-1862). En una escena memorable, varios estudiantes leen poesía en una cueva. Como si fuera una actividad peligrosa, clandestina. Una cita de Thoreau les sirve de contraseña y acicate.  

“Fui a los bosques porque quería vivir solo, deliberadamente, para afrontar los hechos esenciales de la existencia. No quería vivir lo que no era vida. Quería sentir profundamente y extraer toda la médula a la vida, vivir de una forma tan intensa y espartana que pudiese prescindir de todo lo que no era auténtico”.

Henry David Thoreau, Walden

Luego de haberse retirado a vivir en la naturaleza, en 1854 Thoreau publicó Walden, o Vida en el bosque. En la obra, hilvana experiencias y reflexiones en torno a los dos años en los que vivió a orillas del lago Walden, en una cabaña construida por él mismo. Existen distintas traducciones de una de las partes citadas:

Fui a los bosques a chupar el tuetáno de la vida

Fui a los bosques a libar la médula de la vida

Fui a los bosques a extraer el meollo de la vida

Juntas, estas versiones, componen algo semejante a las Catedrales de Rouen de Monet, un impulso por capturar lo esquivo. Tentativas de precisión. La misma tensión que podemos adivinar en la ruptura que significó en la historia de la música La Consagración de la primavera de Igor Stravinski. Ese rempecabezas de formas, instrumentos, quiebres que habla de la vida que estalla.

Atardece con lluvia. Las nubes blancas, refulgentes, fueron trocando en grises, negras, espesas durante el día. El ímpetu del viento hizo lo demás. Es hora de que se largue a llover. Y se larga. Las copas de los coihues, frondosas, agradecen las gotas, el baño. Durante un rato, una cortina de agua impide ver y oír nada que no sea el agua que cae sobre hojas, ramas, tierra. Esta lluvia parece un desahogo de la naturaleza. Poco a poco amaina y las últimas gotas rebotan, gruesas, una a una contra el techo de la cabaña. Las maderas crujen. El olor del bosque mojado llega intacto. Silencio, todo habla alrededor. ¿Cómo se narra la naturaleza? 

 En Todo lo que crece la escritora argentina Clara Obligado cuenta que “en Hiroshima hay árboles que sobrevivieron a la bomba atómica. Los japoneses los llaman los hibakujumoku, y son un himno a la fuerza de la vida”.

En la Isla Victoria del Lago Nahuel Huapi en Argentina, hay una reserva de sequoias traídas desde California hace casi un siglo. Quienes las investigan aseguran que son una especie que puede vivir más de tres mil años. Guardan su saber en los anillos concéntricos de esos troncos imponentes. Los alerces, autóctonos de la Patagonia, viven más de dos mil quinientos años. Testigos silenciosos de la humanidad. Gracias a la película Días Perfectos (Wim Wenders, 2023) conocimos la palabra japonesa komorebi, que significa la luz del sol que se filtra a través de las hojas de un árbol. En mapuche, el alumco es el reflejo de la luz -tanto del sol como de la luna- en el agua, ese brillo en la superficie de los lagos. Todas las lenguas tienen palabras precisas para nombrar la manera en que la naturaleza se despliega cerca.

Leer la naturaleza como si fuera un libro, quién pudiera.

Clara Obligado

Bosque de alerces

La música de las plantas

Hace poco cayó en mis manos “El sonido de las plantas” compilado por Gabriela de Mola y Belén Alfaro (Editorial Dobra Robota, 2023). Digo “cayó en mis manos” porque así llegan libros y autores nuevos a mí: en una alquimia extraña de curiosidad, apertura y casualidad. Ahí me enteré, pero cómo no haberlo intuido, de que las plantas hacen música. No, no es una metáfora.

A través de un proceso llamado biosonificación, es posible extraer en forma de sonido la respuesta de las plantas a distintos estímulos o bien traducir la vida silenciosa de las plantas en música. En el texto, las editoras dan a conocer a investigadores, científicos y artistas de diversas partes del mundo que hacen música generativa con plantas.

¿Es posible oír la savia que fluye al interior de una planta?

Uno de los que lo hacen es Rodrigo Tamay, quien en 2020 dio a conocer su album Sonic Plants en el Festival International de la Musique des Plantes, realizado en Francia. Otra es la artista letona Sabine Moore quien realiza conciertos en vivo con plantas desde principios de siglo. Después de mucho experimentar, grabó en Sniegpulkstenites música hecha por plantas.

Amanece un día nuevo. Tres abejorros revolotean alrededor de unas amapolas rojas. El pavo real que merodea hace unos días no duda en acercarse y pasearse cerca. Un poco más allá, el zumbido de una máquina que corta el pasto. Más lejos, la aureola de sonido que dejan las llantas contra el asfalto de la carretera. Sin duda, escribir la naturaleza requiere de todos los sentidos; y de todos ellos en conexión con la memoria y el porvenir. Y nunca alcanza.

Escribir la naturaleza nos devuelve a la verdad de que no estamos solos. Escribimos porque otros antes. Contemplamos una araucaria porque alguien la plantó o la cuidó o no la taló antes. Pintamos las variaciones del sol para decir a otros quiénes somos. Escribir la naturaleza nunca es sólo escribir la naturaleza.

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