El ala retorcida, o las otras madres

El ala retorcida, o las otras madres

Los que nacimos en la Argentina de los setenta crecimos en dictadura, nos escolarizamos con el retorno a la democracia y seguimos la ruta escolar a la par de levantamientos militares, juicio a la Juntas, Mano de Dios y Gol del siglo, hiperinflación y rock nacional. Nos emancipamos durante el gobierno de Menem, a la sombra del uno a uno. Cada país, cada época nos sienta a la mesa de su contexto.

La infancia fueron unas vacaciones largas, un campamento que los adultos de entonces se encargaron de montar para que la niñez, aún en medio de secuestros, torturas, desapariciones, robos de bebés y Guerra de Malvinas, fuese niñez. Hubo bicicletas, club, muñecas, arroyo, cumpleaños con palitos salados, Conjunto Pro Música de Rosario y cine Los Ángeles. Hubo escondidas en la calle, mancha venenosa, bombitas en carnaval, pizza de vez en cuando, truco y scrabble y niños, muchos niños y niñas. Se juntaban tres familias y había, por lo menos, diez pibes.

La caja boba y sus mujeres

Y también hubo tele, primero en blanco y negro, después a color. Pasamos de manipular la antena cada vez que llovía al control remoto sin saber que iniciábamos un camino sin retorno a la vida digital.

No sé si los chicos reemplazaban la tele por la pelota, pero las que nacimos en la Argentina de los setenta crecimos tomando la merienda con Caroline Ingalls, la madre sabia y dulce de Laura, nuestra chica aventurera de la casita de la pradera. Por las noches, leíamos y releíamos las peripecias de Jo y sus hermanas, las Mujercitas hijas de una madre ejemplar. La señora March era severa y tierna a la vez, comprensiva y exigente. Su hija Jo, en cambio, era rebelde, decidida, perseguía sus sueños, se salía de la norma, alzaba la voz ante las injusticias. Como Laura Ingalls. Ellas fueron modelos de chicas para nosotras. Las cosas habían cambiado respecto de la infancia con almidones y faldas tableadas que habían tenido nuestras madres de clase media en los cincuenta.

Puedo adivinar que ellas, nuestras madres, miraban con aprobación a las niñas intrépidas que éramos, incluso celebraron las jóvenes desprejuiciadas que fuimos.

Pero si algo se abría respecto de las niñas y jóvenes, el velo seguía tupido sobre las madres. Convertirse en madre era pasar al otro lado de los permisos, alientos y libertades. Se las seguía representando unívocas, sin fisuras en el carácter ni en la moral, enteras y en regocijo familiar. Caroline Ingalls y Margaret March fueron un problema en nuestra educación sentimental. No lo sabíamos, de hecho, las admirábamos en silencio, así queríamos que fuesen nuestras madres, tías y maestras, y eso, por supuesto, agravó el problema.

La chica frente a un Espejo es una pintura creada por Pablo Picasso que fue creada en marzo de 1912
Mujer ante espejo, Pablo Picasso

En casa, y en las casas de amigas, no había madres así: bellas, ecuánimes y sonrientes. O tal vez sí, un poco, pero no siempre, el problema era de adverbios, no de adjetivos.

Entonces no hablábamos de ellas, nuestras madres de carne y hueso. Como no hablábamos de tantas cosas.

Tuvieron que pasar muchos años para que madres más parecidas a las que conocíamos aparecieran en la pantalla o en la literatura. Para que mostráramos las falencias de la madre propia en alguna conversación, justo para descubrir que las otras madres verdaderas también eran imperfectas.

Detrás de la intemperie

Recién vimos escritas palabras reveladoras cuando ya éramos adultas hacía rato y cuando muchas, que habíamos jurado no ser madres, ya lo éramos. Y eso que la maternidad ocurrió, para muchas, pisando los cuarenta.

Cuando digo palabras reveladoras, me viene a la cabeza el extraordinario título del libro de Pilar Donoso: Correr el tupido velo. Me quedo con el título -que cada lector/a juzgue sus páginas- y lo que esas palabras abren. El velo es pesado, opaco, no deja ver. Sin embargo, puede ser abierto a fuerza de nombrar. ¿A qué vida no le cabe un desvelo?

No me refiero a hijos quejándose de sus madres. El madrecloaca de Sobre héroes y tumbas, por ejemplo. Hablo de madres narrándose a sí mismas, de hijas intentando comprenderse al narrar, en su completud incómoda, a sus madres.

Tuvieron que pasar muchos años para que leyéramos:

Parecía que un dios, dispensador de irrealidad, se hubiera abatido sin tregua sobre la escena doméstica, dejándonos a merced de pájaros temblando.

El corazón del daño, María Negroni

Tuvieron que pasar muchas películas hasta que la actriz Maggie Gyllenhaal debutara como directora con la filmación de La hija oscura, adaptación de la novela de Elena Ferrante.

No la leí, pero recuerdo haber pensado al ver la película, que era la primera vez que veía retratada una madre real: tironeada, contradictoria, desgarrada por momentos. Eléctrica, para usar la palabra que siembra Martín Rodríguez en algunos de los poemas de Balada para una prisionera. No hay fuerza que le vaya mejor a madre que electricidad.

No maternidades, ¡madres!

En La hija oscura vemos a la actriz Jessie Buckley encarnar -con todo lo que tiene, que es mucho y muy rico- a una joven Leda Caruso que hace lo que puede con su trabajo y formación como traductora, sus hijas, su casa, su esposo, los mandatos de la época.

Las dos hijas pequeñas disponen del cuerpo de la madre. Juegan con ella, la peinan, le exigen besos, atención, tiempo, palabras. Ella da. Y también retrae. A veces no quiere o no puede o no sabe dar. O da otra cosa: gritos, un portazo que termina en vidrios rotos, una muñeca lanzada por la ventana, un viaje que regala ausencia. En la película hay un portazo para encerrar a la hija -cómo si pudiera enseñarse algo-. Hay vidrios rotos después del portazo. Hay una niña que entiende algo, en el mismo momento en que la madre también entiende algo. ¿Captan en ese instante la misma verdad sobre la vida? Los vidrios rotos despuntan peligro. Salir es un riesgo, sí, pero hay cómo. En la película hay una madre que tira una muñeca por la ventana -cómo no acordarme de esa jefa hermosa y fuerte que tuve; mientras fumábamos en la escalera una vez contó cómo una noche había cortado el cable de la televisión con una tijera, para que sus hijos, cinco, se fueran, por fin a dormir-. Hay la muñeca despedazada al caer a la calle. Hay una ventana abierta

Esa madre, la que tuvo una hija oscura, y que también fue, en su momento, hija oscura, se da el lujo de recitar a Auden en la mesa familiar, de hacer de un verso, un chiste interno.

El frío del ala retorcida

cae sobre mi cuerpo.

Tuvieron que pasar muchas páginas para que mis ojos leyeran:

Toda madre es salvaje.

Toda madre es salvaje y todo hijo es abandonado a esa parte salvaje desde que nace, abandonado porque ella, la madre, no tiene ningún control sobre esa parte; ningún conocimiento, ningún recuerdo.

El salvajismo materno, Anne Dufourmantelle.

El diccionario de la Real Academia Española consigna como primera definición de salvaje:

De una planta: que ha crecido sin ser cultivada

De un animal: feroz

El Diccionario Robert de la lengua francesa señala:

De un animal: que vive en libertad en la naturaleza

Las definiciones, siempre pobres, siempre torpes y apocadas, ligan lo salvaje a la naturaleza, la libertad, la fiereza, la crueldad. El psicoanálisis, otro modo de leer, trae todo eso -y más- para preguntarse por “la madre.”

Una madre ¿qué es?

Tuvieron que pasar muchos títulos para que mi mano subrayara las palabras que una madre se dice a sí misma:

Nunca estás cool, nunca estás zen. Estoy atacada. Cruzo y descruzo las piernas. El pecho ni te cuento. Atrás está mi hijo en la sillita.

En mi mente también corren perros ¿o son potrillos?

Matate amor, de Ariana Harwicz

Tuvieron que pasar muchas películas para ver a la monumental Antonia Zegers en El Castigo, película de Matías Bize con guión de Coral Cruz. Ambientada en un bosque de la Patagonia chilena, narra la hora y media de horror que atraviesan un padre y una madre que deciden castigar al hijo dejándolo al costado de la ruta en un viaje de visita a los abuelos.

En el papel de Ana, la madre, Zegers mantiene este diálogo con la mujer policía que insinúa que está entorpeciendo la búsqueda del niño (sí, se pierde entre arrayanes de cincuenta metros):

– ¿Usted es madre?

– Sí

– ¿Cuántos hijos tiene?

– Dos

– ¿Y nunca ha perdido el control con sus hijos?

– Por supuesto que sí

La Ana decidida, harta, segura que vemos al inicio de la película va pasando por distintas emociones mientras busca al hijo y repasa su vida junto al niño al mismo tiempo. Hacia el final la vemos, de rodillas, casi susurrando:

– Hay una parte de mí que preferiría no encontrarlo nunca.

¿Cuántas partes tiene una madre? ¿Cómo se integran esas partes en una unidad? ¿Se dislocan, se apretujan, se asfixian, se potencian? ¿Se reescriben y sobreescriben?

Pasaron muchos versos ante mí hasta que descubriera a Sharon Olds, la poeta que osó escribir un poema como el que dejo aquí para cerrar esta nota -que por supuesto, continuará.- Quién sabe si Caroline Ingalls y la Señora March celebrarían en silencio esas otras madres que tuvimos, que somos.

El apretón

Ella tenía cuatro, él, uno. Estaba lloviendo, estábamos resfriados,
habíamos estado dos semanas seguidas en el departamento,
la agarré para que no lo empujara de
cara al piso, otra vez, y cuando la agarré
la muñeca se la apreté, con ferocidad, por un par
de segundos, para impresionarla,
para lastimarla, a nuestra primogénita amada, hasta casi
saboreé la sensación punzante de retorcer, la
expresión de mi ira, invadiéndola,
“Nunca, nunca más”, el sermón
justiciero junto con el apretón. Pasó muy
rápido — agarrar, apretar, apretar,
apretar, soltar— y al primer exceso
de fuerza, giró su cabeza, como para comprobar
quién era esta, y me vio,
y me miró — sí, esta era su mamá,
su mamá estaba haciendo esto. Los ojos
oscuros, profundamente abiertos me asimilaron,
me conocía, en el shock del momento
me captó. Esta era su madre, una de las
dos personas que ella más amaba, una de las dos
que más la amaban, cerca del origen del amor
estaba esto.

Sharon Olds