Un domingo de febrero de 1999 me fue dado presenciar un milagro. No fue una candente mañana de febrero como esa en la que Beatriz Viterbo murió. Fue una noche absoluta, cubierta de nieve. Podrán pensar que estoy loca, pero hay testigos. Mis cómplices desde entonces, S.H. y G.G., no me dejarían mentir, aunque tal vez pretendan insinuar que aquel nueve de febrero no fue un domingo, sino un martes. No importa lo que diga el calendario, tampoco los testigos. Los destellos de esa noche fulgurante y silenciosa llegan a mí con el halo de un domingo. Por eso, mi predilección.
Los domingos me atraen, me saltan a la vista, se interponen en mis lecturas. Y en mi vida.
No hay peor desolación que la de un domingo
Con un ritmo como de mar, de ondulaciones, Morrisey le canta a los domingos silenciosos y tristes, a todos esos días que son como un domingo, a esos días en los que quisiéramos estar en otra parte, en otro día. Es este un costado de los domingos, el de la angustia. La rutina de la semana se interrumpe los domingos -que traen su propia rutina- ¿qué hacer?
Mario Vargas Llosa sostuvo en una entrevista que “Día domingo” es el único cuento suyo que rescataría. El duelo entre Miguel y Rubén pudo haber ocurrido cualquier día, pero la atmósfera del domingo miraflorino es una presencia que se posa densa y brumosa sobre el cuento. Como la niebla del distrito limeño que supo ser un balneario. Miguel sabe que ese día va a cambiar su vida, pero “en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos.” Quien haya estado en Miraflores una mañana de invierno, sabe que taciturna – desaliento e íntimo forman un tridente indisociable.
Un poco después leemos: “Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa.” Habla de Flora, la chica de la que está enamorado. Pero es domingo, y es invierno, y la desolación.
El poema Estas primeras tardes… del poeta entrerriano Juan L. Ortiz (1896-1978) evoca de los domingos su halo de pesadumbre.
Domingo que es una soledad
de luz y árboles
(…)
Los Domingos de estos pueblos
tienen la sonrisa de una muerte encantadora.
Hay, a pesar de todo, un tajo en los domingos.
No hay cielo más luminoso que el de un domingo
A contramano de la mala fama de los domingos de aburrimiento gris, el domingo debe su nombre al sol. Su dios es Apolo, el que da luz, el que despierta la que bulle en nuestro interior.

Para el poeta québécois Normand de Bellefeuille (1949-2024), la palabra amorosa es un domingo, a pesar de las campanas y de la falsa cortesía de Dios.
Una de las bandas musicales argentinas que más me hizo cantar y bailar -y aún hoy lo consigue- fue “Me darás mil hijos”. Dice la leyenda que la exageración del nombre salió de una novela latinoamericana. No sé, aún no doy con la cita. En Ojos verdes, le cantan a un amor imposible, o imaginado, o vivido y por eso eterno y efímero, lo que viene a ser lo mismo.
Por saberte revolví la noche
reviviendo los hechos con candor
y te encontré, quizás, no sé.
El primer verso de la canción, dice, por supuesto:
Fue un domingo y eran ojos verdes
Los domingos, cómo no, son días para enamorarse, para confundir el sueño y el deseo, el anhelo y el recuerdo. Para asegurar y dudar al mismo tiempo.
Juan L. Ortiz, otra vez, sí, pero esta vez de este lado del domingo, escribe:
El Domingo -ligera nube lila
de paraísos y luz propia de flores-
Los peligros del domingo
Pero lo mejor de los domingos son las cosas que pasan. Como el viento zonda o el puerperio, cometer un delito un día domingo debería ser atenuante de pena. Domingo, delirio.
Un poco antes de la mitad de El Aleph, leemos:
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida.
Sin esa llamada, hecha un domingo, el narrador –soy yo, soy Borges– no hubiera accedido a El Aleph. El Aleph, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. Desde donde Borges vio.
Vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
La llamada esperada que finalmente llegó un domingo, permitió la visión de la cifra maestra.
Escuchemos unos instantes a la voz narradora de Matate amor, de Ariana Harwicz. Escuchemos, casi no respira. Tiene mucho para decir, para dejar salir:
Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular. Detrás, en el decorado de una casa entre decadente y familiar, podía sentir las voces de mi hijo y mi marido. Los dos en cueros. Los dos chapoteando en la pileta de plástico azul, con el agua a treinta y cinco grados. Era un domingo víspera de día feriado. Estaba a pocos pasos de ellos, oculta entre malezas. Los espiaba.
¿Qué puede pasar después de la hierba, el cuchillo, el domingo, la acción de espiar?
En La vergüenza, Annie Ernaux confiesa:
Mi padre quiso matar a mi madre un domingo de junio, a primera hora de la tarde.
De alguna manera, la mujer adulta que narra, conoce los intersticios de ese domingo, la materia de la que está hecha su infancia. Luego recuerda una foto, la que marca el inicio de la época en la que ya no dejaría de sentir vergüenza.
En el poema “Domingo a la noche” Sharon Olds evoca a su padre, las barbaridades que su padre hacía cuando la familia iba a un restorán. Allí dice:
Me hubiera gustado clavarle
un tenedor en el brazo, hundir los dientes
hasta el fondo, oír el quejido de los músculos,
el derrape contra el hueso.
Los días domingo, los deseos suelen ganar claridad, potencia, aciertan a morder el núcleo del fuego.
En “Domingo en el nido vacío”, Olds se pregunta, o afirma, sobre ese domingo en el que la casa está desierta -¿quizás para siempre?- y la calma golpea.
Tal vez estemos muertos, tal vez esto sea
el cielo.
Tal vez. Tal vez muera algo de vida, algo de verdad, algo de belleza cada domingo. Y quizás por eso, cada domingo nazca con la esperanza de su desenvolvimiento. Y de su fin.
Y después despertamos, y es domingo, y febrero, dice Julio Cortázar en Ceremonia recurrente.
¿Y si todos los días fueran domingo? O peor, ¿y si no existieran los domingos? ¿Si los domingos de peligro y de fulgor sólo ocurrieran, pongamos, una vez cada veinticinco años y un día?
No me extraña que febrero y los domingos traigan aires de milagro.
No me asombra que después, la vida, quiero decir, la escritura, continúe.