El 25 de noviembre de 2020 el mundo supo que había muerto Diego Armando Maradona.
No era un hombre común, Maradona es como la lluvia.
Cuando llueve la cuenta es sencilla: o tenemos con qué protegernos o quedamos a la intemperie. La muerte de Diego Maradona fue una lluvia inesperada que nos inundó de recuerdos, de anécdotas, de lugares y de personas; nos llevó a rincones específicos del pasado. Tocó un nervio, el nervio argentino. Y una cuerda, la de las contradicciones humanas. Ese día de calor nos descubrió bajo la lluvia, sin paraguas, empapados de Diego. Y así seguimos.
El agua del mito argentino
En las cuatro definiciones de “mito” que consigna el Diccionario de la Real Academia Española aparecen ideas como: narración maravillosa, personajes de carácter divino o heroico, aspecto universal de la condición humana, extraordinaria admiración y estima, atribución de excelencias que una persona no posee.
Ideas todas que le caben a Maradona, incluso la última. El mito Maradona crece justamente porque no prescinde de su humanidad, sino que está tan señalada como su talento superior para el más popular de los deportes. Embarrado de pies a cabeza después de haber dejado el cuerpo en la cancha, nos recuerda que no somos sin manchas. Incluso él, el mito.
El agua del sueño colectivo.
Freud propone que los sueños son regidos por las leyes de condensación y desplazamiento. No hay razonamiento lógico, ordenamiento temporal ni previsibilidad en el magma de los sueños. El mito Maradona condensa las virtudes y los vicios argentinos en 1,65 mts. Juega al fútbol -y a ser adulto-, es exagerado en las pasiones, es soberbio, familiero, orgulloso, empeñoso, sediento de reconocimiento, transgresor, amiguero, fanfarrón, pícaro, escurridizo, generoso. El mito Maradona desplaza las antinomias para ubicarnos en el inalcanzable sueño de la completud: no hay grieta, hay Maradona. Y en ese sueño Maradona juega embarrado, con el tobillo destrozado y en estado de gracia, y también trata de saciar frenéticamente no sabemos qué falta, qué ausencia. Tal vez un anhelo chiquito: pasear tranquilo por la calle, ir a comprar papas a la verdulería.
Las leyes de condensación y desplazamiento que rigen nuestros sueños no borran la realidad, no la corrigen, no la enmiendan, no la juzgan, la hacen más vivible.
El agua de la reescritura.
Dice Marx que la historia se repite dos veces, una vez como tragedia y una siguiente vez como farsa. En el caso de Maradona, dos veces repitió la historia del sur pobre contra el norte rico, y las dos veces como epopeya. Con la selección argentina y con la camiseta del Nápoli encarnó al héroe que propicia el encuentro de un pueblo con su destino grande; al líder carismático que da curso a las ansias colectivas.
En 1955 Julio Cortázar escribió una carta-poema titulada Patria, algunos de cuyos versos dicen:
Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país
Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, país de barro.
De ahí veníamos, de esa certeza de no estar a la altura, de sueños arrebatados, de proscripciones impuestas y dictaduras cada vez más totales. Y en 1983 recuperamos la democracia. Y en 1986 nos alzamos con la Copa del Mundo. Es verdad que ya había habido una copa del mundo en el 78. Pero esta vez no éramos los dueños de casa, ni había un gobierno militar, ni se usaban los partidos para lavarle la cara a una dictadura sanguinaria. Haber ganado la copa del mundo en el 86 fue, también, la revancha de ese otro título anterior.
Veníamos de torturas, exilios, desapariciones y la vida resistiendo y ahí estábamos, con un presidente impensado y una economía díscola, mirando por la tele a un petiso que volaba en la cancha.
Veníamos de una guerra injusta e insensata, de haber escrito cartas a los soldados, de haber llorado su muerte, de haber conocido su hambre, su frío, su falta de entrenamiento y de protección y ahí estábamos, embelesados por Maradona, ese tipo bajito, de piernas macizas, pecho ancho y sonrisa verdadera.
Maradona es, ante todo, el partido contra Inglaterra, ese diálogo de goles con la Historia. Es todas las veces que vimos esos goles, todas las veces que se los mostramos a nuestros hijos en una educación sentimental de filigrana. El presente continuo de ese partido escribe una Argentina poderosa, triunfal, festiva. Aunque sea por un rato.
Maradona es la despedida en la Bombonera: el futbol es el deporte más lindo que hay, dice como un réquiem ante cincuenta mil cuerpos traspirados. Pero está solo frente al micrófono y se confiesa. Habla, busca qué y cómo decir y sólo atina a abrazarse. La pelota no se mancha. Son sus propios brazos los que lo abrigan en esa despedida desconsolada. Para qué voy a agregar que fue en noviembre de 2001, me van a decir que exagero. Todos sabemos lo que vino después y Maradona estaba ahí, como símbolo de una Argentina que se caía a pedazos, y al mismo tiempo sosteniendo en su abrazo solitario a esa Argentina de rodillas.
Maradona fue en cada hito de su carrera hijo de su época, y fue también el exponente más rotundo y nos hizo tan felices. Porque esa historia nacional reescrita es también la de cada una de nuestras biografías.
Justo ahora
Maradona fue siempre juntarse a ver los partidos en la casa de alguien, acomodarse alrededor de uno de esos toscos televisores de los 80, abrir el paquete de facturas, pasar el mate y ser felices por estar juntos. Y se murió justo el año de la pandemia, el de los abrazos vedados, las reuniones suspendidas, las ruedas de mate prohibidas.
Maradona irrumpe en el presente con ese presente de hace tanto. Justo ahora, en la época de la obsolescencia programada de productos y relaciones, de la inmediatez de los like. En la era del amor líquido, del dar vuelta la página él viene decirnos que lo que hicimos perdura, que no es obligatorio ser geniales a cada instante.
Es todo lo que fuimos y todo lo que nos sobra. Todo lo que nos falta y lo que nos excede. Y se murió.
Azar y magia.
Maradona floreció, ocurrió, no es el resultado de un plan, ni siquiera de una estrategia. Porque no podía serlo. El mito no se planifica, no se puede construir, no se puede programar. Maradona es el fruto de la confluencia misteriosa de historia y biografía, ese encuentro que desvela a la sociología y que, en ocasiones, cristaliza tan cerca del Olimpo. Sin quererlo, sin proponérselo Maradona significa magia en un mundo desangelado; nosotros en un mundo individualista; pasión en el mundo de la racionalidad económica y el cálculo; juego y gambeta bajo la ley del algoritmo; cuerpo en el mundo de la virtualidad (¿cuántos cuerpos de Maradona registran las miles de fotos que de él hemos visto?); alegría en un mundo cínico; desparpajo y baile en la era del punitivismo y la vigilancia. Por eso Maradona no es sólo argentino.
Un mundo desencantado, sin magia y sin fe, entregado al frenesí del hiperconsumo idiotizante no va a soltar así nomás ese barrilete. Porque es el último, el más libre, el más genuino. Y nos trae el olor a tierra mojada después de la lluvia.