Los lugares que nos han hecho quienes somos

Los lugares que nos han hecho quienes somos

Están hechos de luces y sombras, de dilemas no resueltos. Portan palabras e impresiones ágrafas, sentencias y preguntas. Volver a ellos es perder la huella, equivocar el camino, dar rodeos para llegar al único mirador posible: el de la escena del amor.

La semana pasada volví a ver La sociedad de los poetas muertos, la película de Carpe Diem y de Fui al bosque, del profesor de mirada triste en el colegio exigente. En mi memoria, el verso de Thoreau no es en pasado sino en futuro. Nunca recito Fui al bosque…Para mí es Iré al bosque.

Iré al bosque porque ahí se guarece la vida.

Entonces voy. Me interno poco a poco, piso las hojas que cayeron a tierra, oigo trinos y piares, aspiro el verde, avanzo.

Mi bosque está hecho de versos, escenas y acordes que alguna vez me estremecieron. Algunos le llaman melancolía. Yo le llamo devoción. Los lugares que nos han hecho quienes somos se convierten en el paisaje tangible de la memoria, dice Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse (2020, Fiordo Editorial, traducido al español por Clara Ministral).

Cada tanto hago cosas así, voy a lugares fundacionales, no como una arqueóloga, sino como una peregrina. Me acerco al grial, ese paisaje tangible, -al verso, a la escena, a los acordes- lo tomo en mis manos, flexiono las rodillas, acerco el mentón al pecho, dejo que el misterio que porta me irradie como un sol, un rocío. Y me bendiga.

Tal vez esté buscando la emoción de la primera vez. Porque, hay que decirlo, se esconde algo mítico en las primeras veces, algo que quiere salir volando del cuerpo. Una incandescencia. Esa noche puse la película buscando atrapar ese halo. Tal vez me pregunté cuándo será el momento de por fin verla con mis hijos. Recordé la desaprobación de mis padres, del cura amigo de la familia. Recordé no entender qué se le cuestionaba a la película.

Los lugares que nos han hecho quienes somos están hechos de luces y sombras, de dilemas no resueltos. Portan palabras e impresiones ágrafas, sentencias y preguntas. Volver a ellos es perder la huella, equivocar el camino, dar rodeos para llegar al único mirador posible: el de la escena del amor.  

La mano en la trampa

A veces no voy al lugar, sino que el lugar llega hasta mí, me sale al encuentro. No estoy buscando pero me choco con el lugar.

Es lo que me pasó con la antología Mi mejor cuento (de Ediciones Orión), un libro que había en mi casa cuando era chica. Varios escritores y escritoras habían elegido el que consideraban su mejor cuento, para que fuera incluido en el volumen.

Nunca había vuelto a pensar en ese librito modesto, de hojas ásperas y amarronadas, hasta que hace pocos días la traductora e investigadora Valeria Casteló-Joubert publicó en su cuenta de Twitter (no puedo con un nombre como X, le sigo diciendo Twitter) que había encontrado el volumen y ponía fotos de la portada y del índice.

Apenas vi la foto de la tapa reconocí el libro verde azulado que había tenido tantas veces en mis manos cuando era adolescente. Y supe que era ahí donde estaba el cuento que tantas veces había querido volver a leer y nunca había encontrado. Miré el índice y aunque ni el título ni la autora coincidían con los datos que mi memoria guardaba, no dudé. La mano en la trampa, de Beatriz Guido era el cuento que yo había buscado durante años -sin ninguna obsesión, es evidente- como El opa de arriba, de Silvina Ocampo.

Aún no volví a leerlo pero de ese cuento recuerdo la atmósfera amenazante, la acechanza, la familia que tenía encerrado a un hombre en la habitación de arriba. ¿Qué despertó en mí ese cuento?

Sigue diciendo Rebecca Solnit:

Nos orientamos por el mundo con historias, pero a veces solo escapamos cuando nos desprendemos de ellas. Entre las palabras hay silencio, alrededor de la tinta hay espacios en blanco, tras la información que contiene todo mapa está la información no incluida, lo no cartografiado y lo que no se puede cartografiar.

¿Por qué quería -quiero- volver a leer ese cuento? ¿Qué removió en mí aquella primera lectura? ¿Qué pacto de silencio revelaba esa trama? Según la RAE, opa es un adjetivo despectivo coloquial que se usa en Argentina, Bolvia y Uruguay para decir tonto, idiota.  

Ir y volver

Ir y volver e ir, del compositor y cantante uruguayo Martín Buscaglia es uno de esos lugares tangibles de mi memoria, el bosque de mis treinta años. Es la banda de sonido de una migración que entonces no sabía que iba a ocurrir. Y el bonus track de todos mis desvíos.

Hace unos años mi querida amiga M. M. puso en mis manos“Buenos Aires. La ciudad como plano” (2010, La bestia equilátera). Una antología que reúne textos hasta ese momento inéditos de autores y autoras argentinas contemporáneas: Daniel Guebel, Silvia Molloy, María Sonia Cristoff, Marcelo Cohen, entre muchos otros. A lo largo de sus páginas caminamos una ciudad inapresable -como todas- que se muestra y se vela, que es dicha y silenciada.

En el texto de Alan Pauls, escrito en forma de diario, leemos que hay lugares de la ciudad donde nos perdemos siempre. (…) No es algo que responda a grados de conocimiento o familiaridad. Son zonas críticas que nos devuelven a una especie de estado infantil -perdemos discernimiento, nos atolondramos, desfallece hasta nuestra motricidad.

Aunque el relato de Pauls identifique ahí una zona de peligro, me gusta pensar que son más bien lugares de escape, de por fin dejar caer la máscara y entregarse a lo desconocido, a la aventura. También esos son lugares a los que volvemos, también allí bulle la vida.

Recuerdo el día que me regaló el libro. Era una tarde nublada de otoño. Se había ofrecido a llevarme al aeropuerto. Y yo, que soy de la generación que tiene en el valerse por sí misma un valor innegociable, acepté. Al despedirnos, no sabíamos hasta cuándo, me lo dio.

Vivo lejos de Buenos Aires hace diecisiete años (en ese momento eran quince). La entrega del libro en el aeropuerto fue sintomática. Antes de que despegara el vuelo hacia Lima ya había roto el envoltorio. En el asiento de la ventana leí. Leí. Subrayé. Disimulé las lágrimas. Copié en mi cuaderno una línea de El testigo, el texto de Sergio Chejfec que integra el volumen. Escribí con mi letra de palabras deshilvanadas, en el avión presurizado a más de diez mil pies: quien ha cometido el error de irse no puede cometer el error de volver.