Los libros chiquitos

Los libros chiquitos

Una tarde de 1995 descubrí en una librería de la calle Corrientes, en Buenos Aires, unos libros de la Editorial Alianza impresos en Madrid. La colección se llamaba Alianza Cien y tenía títulos como: Jefes, cabecillas y abusones, de Marvin Harris; Bebidas y excitantes, de Fernand Braudel; Guerra del tiempo de Alejo Carpentier. Y Yerma, El Perseguidor, Artificios, En la colonia penitenciaria y muchos títulos más.

Los títulos que recuerdo de la colección son todos de escritores hombres, veo ahora en retrospectiva. En aquel momento era un hallazgo para mí el hecho de que hubiera en el conjunto autores latinoamericanos, lo demás no era un asunto que pudiera ver entonces.

Gracias a esa colección leí clásicos y descubrí autores nuevos. Muchas veces los compré para regalar.

Otros fueron a nutrir la biblioteca que fui armando durante años y que luego despanzurré entre amigos y familia cuando cambié de país, pero esa es otra historia. Esos libros, los de Alianza Cien, eran unos rectángulos de 10×14.7cm, unos libros chiquitos. Todavía conservo algunos.

Una colección

Entre esos libros chiquitos que iba llevando a casa como caracoles recogidos en la orilla, llegó a mis manos Arenas movedizas, del mexicano Octavio Paz (1914-1998). Son diez relatos en los que prosa y poesía van y vienen en un juego de escondidas donde el lenguaje se pare a sí mismo para hacerse otro, nuevo. Arenas movedizas. Son también diez relatos en los que eso que llamamos vida cotidiana -los cordones de los zapatos, la barba que crece, el almuerzo- y fantasía -o delirio, locura, ensueño- cambian de posición página tras página. Arenas movedizas. Y todos juntos, esos relatos escritos en 1949, ponen la mesa de la escritura de Paz: total, ambiciosa, cíclopea, preciosista.

Recuerdo mis ojos abiertos, mi descentramiento cuando leí Prisa. Tenía veintiún años, ¿alguna vez volveré a leer así? Más que un cuento, fue para mí un manifiesto. Escribe Paz:

Desde que abrí los ojos me di cuenta que mi sitio no estaba aquí, donde yo estoy, sino en donde no estoy ni he estado nunca. En alguna parte hay un lugar vacío y ese vacío se llenará de mí y yo me asentaré en ese hueco que insensiblemente rebosará de mí, pleno de mí hasta volverse fuente o surtidor. Y mi vacío, el vacío de mí que soy ahora, se llenará de sí, pleno de sí, pleno de ser hasta los bordes.

Pintura vacio emocional pensamiento psicología
Golden Age, del pintor chino Hen Chan

¿Cómo hace Paz para enunciar con tanta vehemencia, con absoluta seguridad, una promesa que, ahora lo sé, no va a cumplirse? ¿Cómo hace para pasar del entusiasmo juvenil a la certeza madura en dos párrafos? Porque la misma voz narradora que usa el futuro simple -también llamado futuro imperfecto- en el párrafo citado, es la que afirma líneas más abajo:Gol

Todo lo que me sostiene y sostengo sosteniéndome es alambrada, muro. 

Claro que daban ganas de agarrar palabras y salir a apedrear el mundo. Daban ganas de excavar la propia biografía hasta dejarla desnuda de imposiciones y mandatos sociales, libre de expectativas familiares, huérfana de caminos trazados por las buenas intenciones.

Una poeta

Recordé la colección Alianza Cien cuando hace unos meses, paseando ojos y dedos en los estantes de una librería limeña, me detuve en Soy vertical, pero preferiría ser horizontal, de la escritora y poeta estadounidense Sylvia Plath (1932-1963). Forma parte de la colección Poesía portátil de Random House. Tuve que comprarlo. Con lápiz azul una tarde y con lápiz negro a la mañana siguiente subrayé versos del Poema para tres voces.

Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.

Llevo el peine y el cepillo. Llevo un vacío.

Paz quería completar el vacío, colmarlo, desbordar de sí en esa completud. Plath en cambio, lleva el vacío en su bolso, es con, es en el vacío. Mi camino como lectora me llevó de uno a la otra con treinta años de distancia. Tal vez eso sea crecer.

Interior de una habitación vacía con paredes beige y una ventana abierta por donde entra la luz del sol, creando sombras geométricas en el suelo y las paredes
Sol en un cuarto vacío, de Edward Hopper

Aunque un poco más grande que los de Alianza Cien, el de la colección Poesía portátil también es un libro chiquito. Tiene tapas rojas con líneas blancas verticales que asemejan un electroencefalograma; en el centro, una línea negra horizontal. Podría ser un cuerpo en reposo, o un cadáver. O el principio de todo.

Mamá es la fosa, gritan las tres brujas-hermanas de Habitación Macbeth, la adaptación de Shakespeare que hizo el enorme actor y dramaturgo argentino Pompeyo Audivert y que aún está en cartelera. Tres brujas remite a tres cuerpos. Puedo verlas moverse, recuerdo el tono de voz de cada una, las inflexiones, el grosor de los labios, el ancho de las bocas. ¿De verdad?

Hay un solo actor en escena durante la hora y media que dura la obra: Audivert. Un cuerpo que es uno y es muchos. Si la fascinación desborda cuando se está viendo la obra, un mes después el efecto es sublime.

En la tapa de Soy vertical… hay también un sello en el que se lee Poesía Portátil. A diferencia de los libros gordos, de tapas duras y cientos de páginas, los libros chiquitos pueden transportarse, camuflarse en un bolsillo, perderse en una biblioteca. En él Plath escribe:

Debo recordar esto, ser pequeña.

Me convertiré en una heroína de lo nimio.

Un llamado de atención. Una descripción de la maternidad. Una toma de posición a contramano de la grandilocuencia.

¿Tanto guardan los libros chiquitos?

Otro libro chiquito. Otra poeta

Los libros chiquitos de mi biblioteca están entreverados con los demás. Junto con otros poemas y poetas, está Los días comunes, de la escritora argentina Jazmín Hollmann (Mar del Plata, 1976). Una colección de poemas en los que el lenguaje se posa sobre lo cotidiano como un cincel que descubre la belleza de la piedra. Un poemario en el que las palabras revelan y ocultan al mismo tiempo.

También es un libro chiquito, de la Editorial Pánico el pánico. En el centro de la tapa blanca, un dibujo de Adriana Segabache en el que flamea ropa tendida en un poste de electricidad; atrás el campo.

Mujer con un delantal azul azotea soleada con ropa blanca tendida al fondo Cine Español
Penélope Cruz en un fotograma de la película Dolor y Gloria (2019), de Pedro Almodóvar

Es en esa imbricación de cotidiano, naturaleza y humanidad que anida el milagro de la poesía. Imposible no pensar en la Penélope Cruz que hace de madre de Almodóvar en su película más autobiográfica: Dolor y Gloria.

Escribe Hollmann:

No se puede hablar de amor

en ciertas circunstancias

y es imperdonable que eso ocurra

justo en vísperas de primavera

cuando todo se enciende,

nuestra memoria, sobre todo,

como pétalos.

Estos versos son del poema Lo que no decimos, un mano a mano con el lenguaje, un reto que comienza así:

Que vengan las palabras

de los otros a decir

lo que somos incapaces de nombrar

El vacío, lo nimio, lo común, lo chiquito. Tal vez, ser incapaces de nombrar sea la condición, el requisito para entregarse a la faena, para no dejar de intentarlo una y otra vez, para caer en la enredadera viva de locura, amor y deseo que es la escritura.

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