Si tuviera que elegir un aspecto central y distintivo del ser humano, no dudaría en hablar de su capacidad simbólica. La disposición de hacer de una cosa más que la cosa misma. Echar a andar ecos, reverberaciones, disonancias.
Apelar a metáforas, meta sentidos, asociaciones libres. La capacidad de tejer eslabones arbitrarios, dislocados, impertinentes incluso. Y que la cadena no sea cadena, y sea infinita. Que sea apertura, canal. Convertir un hecho en un vértice fértil de sentidos, que no acaba y se expande y se multiplica rozando incluso la metamorfosis, el clamor, la magia. Y que siga siendo vértice. Pregunta. Misterio.
La muerte de Jesús en la cruz de madera es uno de esos vértices. Torbellino fulgurante de vida y de sentidos.
En la copla de Machado a la que Serrat le puso música y canta como nadie, La saeta, el clamor es por un Jesús vivo, de pie.
No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar.
Como humanidad, preferiríamos no haber visto a un dios caído. Pero así fue. Y así es el dios cristiano.
Además de jaculatoria gitana, además de flecha, la palabra saeta significa: punta del sarmiento que queda en la cepa cuando se poda.
¿Qué queda después del Cristo muerto en la cruz?
Para responderse, el psicoanalista y escritor italiano Massimo Recalcati, elige ir unos pasos atrás, decide explorar la noche posterior a la última cena: los apóstoles durmiendo cuando él reza, tembloroso, a sabiendas de lo que va a pasar. Decide explorar las plegarias de un hombre al padre, de un Dios a Dios. En 2019 publicó La noche de Getsemaní, una interpretación, entre muchas otras posibles, sobre la pasión de Cristo. En 2024, Editorial Anagrama la acercó a los lectores hispanohablantes en una traducción de Carlos Gumpert.
Allí, Recalcati sostiene que en el huerto de Getsemaní, Jesús “vive la experiencia del abandono, de la traición y de la muerte injusta.” No sólo por parte de sus amigos, que se quedan dormidos aún cuando él les había pedido que velaran por él mientras rezaba, que lo sostuvieran con su compañía; no sólo de quien lo traiciona ni de quienes lo niegan, sino, y sobre todo, abandono de Dios. En el huerto de los olivos, postrado en un rezo hecho con todo el cuerpo, Jesús oye el silencio de Dios.
Nunca hasta ese momento se había sentido tan solo, tan humano. Nunca hasta ese momento había vivido la debilidad de ser humano, la pequeñez de ser hombre.
Esa noche, rodeado de sus amigos, el Dios cristiano se revela como “sólo un hombre”, interpreta Recalcati. Jesús es testimonio de esa humanidad. He ahí, continúa el autor, la “hermenéutica ética radical del cristianismo: la letra sin testimonio es letra muerta; sin corazón -sin deseo- no existe posibilidad alguna de entender el sentido de la Ley.”
Jesús, a punto de morir, es todo lo contrario a la muerte, a lo anquilosado. Lejos del deber-ser, el ser que se entrega a sí mismo. Lejos de la prédica, el silencio de la oración. Lejos de la narración, la experiencia. ¡Cuánto tiene para decirnos en el mundo de hoy!
No una, dos plegarias
En Getsemaní Jesús encarna la verdad ética de su palabra: anudar el decir con el hacer de manera tal que no haya distancia. No es casual que desde el psicoanálisis Recalcati, pero también Luigi Zoja, Milbank en diálogo con Žižek y otros, vuelquen hoy sus ojos a la potencia simbólica de la vida de Jesús. Y también al misterio sin resolusión de un Dios que, habiendo elegido la humanidad, no elude ninguna de sus carencias.
En esa larga noche que va de la oración a la muerte en la Cruz, Jesús no sólo realiza una transformación personal, sino que redice y reescribe la Ley. Un camino que va de la ley mortífera de la obediencia a la letra petrificada a la asunción del propio destino como dación de sí mismo.
Postrándose hasta tocar la tierra con su cara, oró así: Padre, si es posible, que esta copa se aleje de mí. (Mt, 26, 39)
Un Jesús aterrorizado que quiere seguir viviendo. Una plegaria que revela la raíz de toda palabra, la esencia del lenguaje: no hay palabra que no sea una invocación dirigida al Otro, como sostiene Lacan.
La respuesta que Cristo obtuvo fue el silencio de Dios. Un rotundo y atronador silencio. Un silencio de soledad radical.
Cuando la plegaria no encuentra respuesta alguna, adopta la forma de grito, escribe Recalcati.Y continúa: en todas las ocasiones en las que la vida se ve sometida a un dolor carente de sentido, el silencio de Dios se nos aparece siempre como insoportable e inhumano.
Como todos nosotros, Jesús tuvo la experiencia del silencio de Dios, del dolor sin palabras ni explicación.
Y ante ese silencio, profundizó su plegaria, su palabra dirigida al Otro.
Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad (Mt 26,42)
Recalcati señala:
“Ante el silencio del padre, él no responde ni con el odio ateo, ni con el desencanto resignado, ni con la creencia religiosa ni, en última instancia, con la súplica de la primera plegaria. De hecho, la nueva plegaria se hace posible precisamente por el silencio de Dios; es la respuesta final de Jesús al silencio de Dios.”
En la interpretación de Recalcati, quien a su vez sigue a Bonhoeffer en relación a las plegarias, y a Françoise Dolto en su énfasis en la fuerza del deseo en Jesús, el sacrificio de la Cruz cede lugar a la entrega a sí mismo (carta de Pablo a los Gálatas). Si en la primera plegaria pide no tener que pasar por la el sacrificio y la muerte, en la segunda abraza ese camino. Pero no como obediencia, como entrega, en un acto de libertad absoluta y responsable.
La torsión de asumir el riesgo
Jesús, va a decir Racalcati, lleva a cabo una torsión: la de ir desde la Ley sacrifical, ley mortífera de la obediencia al Otro, Ley que exige la espera de la respuesta del Otro; hacia una nueva Ley, la de la asunción del propio deseo. Y ello, claro está, exige arriesgarse. Si la vida de la obediencia no conlleva riesgos, la vida asumida como propia implica abrazar el riesgo. Y llevarlo hasta las últimas consecuencias.
Acá hace falta circunscribir la palabra deseo, desatarla de la pulsión consumista de esta, nuestra época, emanciparla del capricho. Jesús se entrega a su ser entregado, va a decir Recalcati.
En otro texto, Los retratos del deseo, del 2018, traducido al español en 2022 por Camilo Ramirez Garza y publicado por la editorial mexicana Paradiso editores, Recalcati distingue el deseo en psicoanálisis -tal y como él lo interpreta interpretando a Lacan-, del deseo amoroso, el deseo sexual, el deseo de muerte, de goce, de angustia, entre otros. Allí, habla de la responsabilidad radical del sujeto respecto de su deseo. Una responsabilidad paradójica puesto que el deseo, por definición, es escurridizo, errático, inasible.
Entonces, se pregunta, ¿cómo ser responsables de lo que nos sobrepasa? Dirá:
Yo no soy libre de establecer mi existencia como un ens causa sui*, sino sólo de hacer algo de todas las determinaciones significantes que la han producido.
ens causa sui: ente que se causa a sí mismo.
El deseo, sostiene Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo, es “una historia de las cadenas, de desencadenamiento y de encadenamientos. Con las palabras, entre las palabras y sin las palabras.”
Por eso, tal vez, el Evangelio de Juan comienza así:
En el principio era la Palabra,
y la Palabra estaba ante Dios
y la Palabra era Dios.
Juan, 1,1.
El vocablo que en la Biblia latinoamericana se traduce como Palabra y que en otras versiones de la Biblia aparece como Verbo, también es traducido como expresión, resplandor, imagen. El ser no es sólo ser, trae asociados todos estos sentidos.
Ser es, también y en el mismo acto, decir lo que es, expresarse, darse a sí mismo. Esto viene a decirnos Cristo en la Cruz. Ese es el mensaje, el acontecimiento.
Aún hoy, más del dos mil años después -probablemente no estemos a la altura de comprender a cabalidad lo que eso significa- y por fuera de todas las pretensiones de capturar eso que no es sino, pura vida, pura palabra.