Ha pasado mucho tiempo desde que os relaté una de mis mayores hazañas en la política romana y creo que es hora de hablaros sobre mí mismo un poco más; sí, sí, ya sé que diréis que los hechos dicen más de una persona que sus palabras… pero eso no es siempre, ¡Mirad a Cicerón!
Así pues, basándome en mis propias experiencias y en aquello que Suetonio anotó en una biografía sobre mí (pues la mente peca de vana y olvida algunos de los momentos más representativos de la vida propia, especialmente cuando te alcanza la senectud) escribiré una breve descripción que abarque mis aspectos más elocuentes, si bien he de decir, para evadir mi fama literaria, que la magia de las personas recae en lo más recóndito de su personalidad y el más mínimo de sus gestos.
Avete, amici! Quid agitis?
Ante diem XVI Kalendas Decembres. Iovis Dies, MMXVII p.C.
La Naturaleza es sabia y hemos de tratarla como tal intentando respetarla, del mismo modo que deberíamos parecernos a ella en tanto que hijos suyos somos, pues hasta el propio Iuppiter Optimus Maximus proviene del vientre de Terra, esposa de Coelus, aquel bajo el cual reposa Roma, iluminada por las semillas estelares de la divina bóveda celeste. Por ello, comparo mi vida con el curso de un río (aludo al poeta Jorge Manrique), nombrando en primer lugar mi nacimiento, para continuar con mi juventud y terminar con la muerte.
Nací [Virgilio nació] en Andes, una pequeña aldea cerca de Mantua, el 15 de octubre del 70 a. C. (Idibus Octobribus. DCLXXXIII a. U. c.), mis padres carecían de desmesuradas riquezas, por lo que mi familia era modesta. En lo que a mi infancia respecta, la pasé en Cremona y después fui hasta Milán en aras de completar mis estudios en retórica aunque finalmente acabé en Roma.
No os voy a engañar, pues carezco de motivos y la mentira es una de las faltas más graves para la honradez del hombre; la oratoria no era mi punto fuerte, era lento en el habla y a menudo me trababa cuando eran oraciones de complejidad y vocablos cuya pronunciación conjunta era laboriosa (ya conocéis la velocidad requerida por la oratoria). Era evidente que mi futuro no yacía en el «arte del buen hablar», y aunque había estudiado otras disciplinas como matemáticas o medicina, descubrí que mi verdadera vocación era la poesía y a ella dediqué el resto de mi vida. Era frecuente que reviviese en mi mente algunas de las lecciones de oratoria para explicar cuál era la intención de algunos de mis versos menos despreocupados, además en la sociedad romana tenían en muy alta estima mi recital poético. Mi obra siempre fue sometida a un intensivo examen que realizaba yo mismo; el poema había de ser perfecto y reunir la esencia de la obra en sí mismo. Esta actitud perfeccionista dio lugar a una de mis anécdotas más recordadas:
Había viajado a visitar las tierras griegas que relataba la obra de Homero y en la vuelta, ya aquejado por la enfermedad, en mi lecho de muerte ordené quemar la Eneida al considerarla inacabada y, por tanto, indigna de ser publicada.
Finalmente, en cuanto a mi físico, es verdad que gozaba de gran altura y corpulencia. Al igual que mi pelo, de color oscuro, era mi tez, tal y como escribe Suetonio: «aspecto rústico», y es que no negaré que mi vida fue el campo, y le dediqué, junto a todos los que tenemos el privilegio de formar parte de él, dos de mis mejores obras: las Bucólicas y las Geórgicas. Sin embargo, mi vida estuvo castigada constantemente por la debilidad; continuamente sufría dolor de cabeza y estómago, incluso llegaba a expulsar sangre con relativa normalidad.
Al terminar la escritura de cualquier obra literaria, el autor se siente realizado pero dolido a su vez porque quiere seguir plasmando sus ideas, continuar alimentando las hojas con su imaginación. Así me siento ahora. Ruego disculpéis que no trate asuntos relativos a mi personalidad u otras anécdotas sumamente curiosas pero, de seguir así, este artículo se vería interminable. No obstante, os prometo que si caen en gracia las palabras que aquí expongo, habrá segunda parte.
Multas gratias vobis ago!
Publius Vergilius Maro