De infancias, caídas y escritura

De infancias, caídas y escritura

En Tristitia, el poeta peruano Abraham Valdelomar habla de su infancia. Dice que fue dulce, serena, triste y sola. Habla de paz, de quietud, de mansedumbre.

Las cosas que compartimos los seres humanos: haber nacido de una mujer, ir tallándonos sumergidos en una lengua, despedir en algún momento la infancia. Con más o menos estrépito, la caída siempre llega.

Todos nos caemos de la infancia. Algunos nos rompemos.

Aurora Venturini en Monólogos

Más allá de estos tótems, todo es diferencia, singularidad.

Y sin embargo, la escritura

Hay algo que liga de manera rotunda infancia y literatura. Como si el escribir diera curso a algo que se dice únicamente escribiendo y que encuentra su raíz, su embrión, en la infancia. Como si las palabras merodearan una verdad que viene de lejos, todo lo lejos que puede quedar la infancia, una verdad que no se deja apresar. A veces la escritura parece acorralar ese nervio, pero un salto intempestivo, un desvío, una distracción, viene a decirle a quien escribe que otra vez se escapó, que tendrá que seguir intentando. Y no podrá hacer otra cosa.

Somos náufragos, extraviados en islas del tamaño de la infancia.

Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo

¿Hacia dónde nadamos? ¿Qué constelaciones nos orientan en el mar de la noche?

En Las lealtades (Anagrama, 2019), Delphine de Vigan ensaya una respuesta. Narrada desde cuatro puntos de vista, la novela expone los intentos de los personajes por sobrevivir. Depresión, alcohol, resentimiento, las pasiones tristes de las que habla Dubet, tan difundidas hoy en día, parecen ser protagonistas también. El prólogo explica el título de la novela y a la vez hace que quienes leemos no podamos evitar preguntarnos por nuestra galaxia familiar. Dice de las lealtades:

Son lazos invisibles que nos vinculan a los demás —lo mismo a los muertos que a los vivos—, son promesas que hemos murmurado y cuya repercusión ignoramos, fidelidades silenciosas, son contratos pactados las más de las veces con nosotros mismos, consignas aceptadas sin haberlas oído, deudas que albergamos en los entresijos de muestras memorias. Son las leyes de la infancia que dormitan el interior de nuestros cuerpos, los valores en cuyo nombre actuamos con rectitud, los fundamentos que nos permiten resistir, los principios ilegibles que nos corroen y nos aprisionan. Nuestras alas y nuestros yugos… Son los trampolines sobre los que se despliegan nuestras fuerzas y las zanjas en las que enterramos nuestros sueños.

La idea de la laeltad a herencias que desconocemos, a legados que llegan a nuestras manos de manera oblicua, es poderosa. Es inverosímil que nuestras acciones sean sólo fruto de cálculos racionales. Es una ficción creer que hacemos algo con nuestras vidas. Salta a la vista que lealtades a memorias incognoscibles o inconsciente freudiano, llamemosle como mejor nos siente, son los demiurgos detrás de las más de nuestras acciones. No en vano se habla de la herida narcicista que Freud le inflingió a la humanidad.

¿Quién cuenta qué?

Hay un tipo de narrador que me fascina: el adulto que es capaz de mirar su infancia y señalar con exactitud el momento en el que la infancia, su infancia, terminó. Entiendo y admiro la maestría de la voz narradora infantil -el escritor adulto que recupera no sólo la voz y la lengua de la infancia, sino, y sobre todo, la mirada. Pero el “y entonces supe” del adulto que repasa su infancia me convoca entera. El pretérito indefinido del verbo saber en primera persona le habla a una parte de mí que es anterior al lenguaje. Me es imposible sustraerme a una historia narrada desde ese lugar, a un poema que devela ese saber. Puede que el verbo no esté de manera explícita, pero si la maniobra deja traslucir el artilugio, también caeré de rodillas a leer.

En Tristitia, el poeta peruano Abraham Valdelomar habla de su infancia. Dice que fue dulce, serena, triste y sola. Habla de paz, de quietud, de mansedumbre. Los dos últimos versos del poema son acaso los más conocidos:

mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.

¿Qué enseñan padres y madres cuando son? No me refiero a las conversaciones, mucho menos a las advertencias sobre la ética de la vida, me pregunto por eso que exudan y es recogido por los niños. ¿Qué hace cada niño con lo que le es dado? ¿Qué hace cada niña con lo que le es sustraído? Contarse historias. Probablemente también hagan síntomas, neurosis y demás yerbas del alma, cosas que nos exceden.

Para la poeta argentina Claudia Masin “Las verdaderas historias están escritas con esa misma fuerza loca y desmedida de la infancia: para resistir, y antes de ser escritas han pasado por los huesos y por las venas y por cada fibra del organismo de un ser vivo.” (La siesta, 2015, Ed. NaveLuz)

En La vergüenza, Annie Ernaux narra:

De aquel año conservo dos fotografías. Están separadas en el tiempo por apenas tres meses. La primera data de comienzos de junio, la segunda es de finales de agosto. Aunque ambas tienen un formato y una calidad demasiado diferentes para poder apreciar en ellas un cambio en mi cuerpo y en mi cara, son como dos límites temporales. La primera foto, en la que aparezco vestida de primera comunión, señala el final de la infancia; la otra, el inicio de la época en la que ya no dejaría de sentir vergüenza.

¿Cómo puede la vida condensarse en tres meses? ¿Qué arte detenta la narradora para identificar la materia nuclear de una vida? Natalia Litinova, la poeta y escritora argentina nacida en Bielorrusia no lo duda: la ilación de genealogías, el anudamiento de extranjería y lengua.

Fugas 

la lengua me lleva
por los ríos turbulentos
de la infancia.
la infancia no me vio crecer,
me construí con las sobras
de la marea alta.

Natalia Litinova

En Poema tardío a mi padre, Sharon Olds le habla al padre y elige imaginarlo niño, para poder entregarle la ternura que de adulto no sabría provocarle.

Cuando te amo ahora,
me gusta pensar que le estoy dando mi amor
directamente a ese niño en el cuarto del fuego,
como si pudiera llegarle a tiempo.

Fragmento

Sharon Olds

Tal vez de eso se trate crecer, de no llegar a tiempo, de entender que no hay manera de llegar a tiempo. Porque la caída de la infancia nos disloca, nos deja orbitando en una galaxia desmesurada de la que no sabríamos cómo escapar. Si crecer es andar a destiempo, escribir es entregarse a la ilusión de que algunos pedacitos del mundo anterior a la caída, pueden ser capturados.