Sobre la europeización (arbitrariedades)

Sobre la europeización (arbitrariedades)

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La semana pasada, aquí, hice una comparativa de la visión de Europa que tenían los dos mayores filosofos españoles de comienzos del S.XX: Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Hoy os copio un artículo que es propio Unamuno escribió para la revista La España Moderna en diciembre de 1806.

Es muy largo, pero como está dividido en partes es más fácil de leer.

Conviene hacer uno en sí mismo examen de conciencia nacional, y preguntarse como español qué valor íntimo y duradero tienen la mayor parte de los tópicos regenerativos que venimos repitiendo casi todos, unos más y otros menos.

En dos términos se cifra todo lo que se viene pidiendo para nuestro pueblo, todo lo que para él hemos pedido casi todos, con más o menos conciencia de lo que pedíamos. Esos dos términos son: europeo y moderno. «Tenemos que ser modernos», «tenemos que ser europeos», «hay que modernizarse», «hay que ir con el siglo», «hay que europeizarse»; tales los tópicos.

El término europeo expresa una idea vaga, muy vaga, excesivamente vaga, pero es mucho más vaga la idea que se expresa con el término moderno. Y si las juntamos, parece como que dos vaguedades deben concretarse y limitarse mutuamente, y que la expresión «europeo moderno» ha de ser más clara que cualquiera de los dos términos que la componen; pero acaso sea en el fondo más vaga que ellas.

Como se ve, voy procediendo por lo que alguien llamaría afirmaciones arbitrarias, sin documentación, sin comprobación, fuera de la lógica europea moderna, con desdén de sus métodos. [65]

Puede ser. No quiero más método que el de la pasión; y cuando el pecho se me hinche de disgusto, de repugnancia, de lástima o desprecio, dejo que del cogüelmo del corazón hable la boca y salgan las palabras como salieren.

Los españoles somos, dicen, unos charlatanes arbitrarios, que rellenamos con retórica los vacíos de la lógica, que sutilizamos con más o menos ingenio, pero sin utilidad alguna, que carecemos del sentido de la consecución y la ilación, con alma escolástica, casuística, etc.

Cosas parecidas he oído decir de Agustín, el gran africano, alma de fuego que se derramaba en oleadas de retórica, de retorcimientos de frase, de antítesis, de paradojas e ingeniosidades. San Agustín fue un gongorino y un conceptista a la vez. Lo cual me hace creer que conceptismo y gongorismo son las formas más naturales de la pasión y de la vehemencia.

El gran africano, ¡el gran africano antiguo! He aquí una expresión «africano antiguo» que puede contraponerse a la de «europeo moderno» y que vale tanto, por lo menos, como ella. Africano y antiguo es San Agustín; lo es Tertuliano. Y ¿por qué no hemos de decir: «hay que africanizarse a la antigua» o «hay que anticuarse a la africana»?

Vuelvo a mí mismo al cabo de los años, después de haber peregrinado por diversos campos de la moderna cultura europea, y me pregunto a solas con mi conciencia: ¿soy europeo? ¿soy moderno? Y mi conciencia me responde: no, no eres europeo, eso que se llama ser europeo; no, no eres moderno, eso que se llama ser moderno. Y vuelvo a preguntarme: y eso de no sentirte ni europeo ni moderno, ¿arranca acaso de ser tú español? ¿somos los españoles, en el fondo, irreductibles a la europeización y a la modernización? Y en caso de serlo, ¿no tenemos salvación? ¿no hay otra vida que la vida moderna y europea? ¿no hay otra cultura, o como quiera llamársela?

Ante todo, y por lo que a mí hace, debo confesar que cuanto más en ello medito más descubro la íntima repugnancia que mi espíritu siente hacia todo lo que pasa por principios [66] directores del espíritu europeo moderno, hacia la ortodoxia científica de hoy, hacia sus métodos, hacia sus tendencias.

Hay dos cosas de que se habla muy a menudo, y son la ciencia y la vida. Y una y otra, debo confesarlo, me son antipáticas.

No es menester definir la ciencia, o si se quiere la Ciencia, con letra mayúscula, eso que tanto se está vulgarizando y que sirve para darnos una idea más lógica y más cabal del Universo. Cuando yo era algo así como spenceriano me creía enamorado de la ciencia, pero después he descubierto que aquello fue un error. fue un error como el de aquellos que creen ser felices sin serlo. (Claro está que rechazo, arbitrariamente por supuesto, la idea de que el ser feliz consista en creer serlo.) No, nunca estuve enamorado de la ciencia, siempre busqué algo detrás de ella. Y cuando tratando de romper su fatídico relativismo llegué al ignorabimus, comprendí que siempre me había disgustado la ciencia.

Y ¿qué contrapones a ella?, se me dirá. Podría decir que la ignorancia, pero esto no es cierto. Podría decir con el Predicador, hijo de David, rey de Jerusalén, que quien añade ciencia añade dolor y que el mismo fin aguarda al sabio que al necio; pero no, no es eso. Ni necesito inventar una palabra para decir lo que contrapongo a la ciencia, porque esa palabra existe y es sabiduría: la sagesse de los franceses, la wisdom de los ingleses, la Weisheit o Klugheit alemana. ¿Pero es que se opone a la ciencia?, se me dirá. Y yo, siguiendo mi método de arbitrariedad, guiado por mi pasión de ánimo, por mis íntimas repugnancias y mis íntimas atracciones, respondo: sí, se oponen; la ciencia quita sabiduría a los hombres y les suele convertir en unos fantasmas cargados de conocimientos.

La otra cosa de que se habla a cada paso hoy es la vida, y a ésta sí que es fácil hallarle contraposición. A la vida se contrapone la muerte.

Y esta nueva contraposición me sirve para aclarar la primera. [67] La sabiduría es a la ciencia lo que la muerte a la vida, o, si se quiere, la sabiduría es a la muerte lo que la ciencia es a la vida.

El objeto de la ciencia es la vida, y el objeto de la sabiduría es la muerte. La ciencia dice «hay que vivir», y busca los medios de prolongar, acrecentar, facilitar, ensanchar y hacer llevadera y grata la vida; la sabiduría dice «hay que morir», y busca los medios de prepararnos a bien hacerlo.

Homo liber de nulla re minus quam de morte cogitat, et eius sapientia non mortis, sed vitae meditatio est. Así reza la proposición LXVII de la parte cuarta de la Ética de Spinoza. O sea en romance: el hombre libre, en todo piensa menos en la muerte, y su sabiduría es meditación, no de la vida, sino de la muerte.

En este caso esa sabiduría, esa sapientia, no es ya tal sabiduría, sino ciencia. Verdad es también que habría que ver qué es eso del hombre libre. El hombre libre de la suprema congoja, libre de la angustia eterna, libre de la mirada de la Esfinge, es decir, el hombre que no es hombre, el ideal del europeo moderno.

Y estamos en otro concepto que me es tan poco simpático como los de vida y ciencia, y es el de libertad. No hay más libertad verdadera que la de la muerte.

¿Y cuál es el fondo de todo esto? ¿Qué buscan y persiguen los que se agarran a la ciencia, a la vida y a la libertad, volviendo las espaldas, sépanlo o no, a la sabiduría y a la muerte? Lo que buscan es la felicidad.

Y creo –tal vez también esta mi creencia sea arbitraria,– creo que estamos en el fondo de esta indagación- El llamado europeo moderno llega al mundo a buscar felicidad para sí y para los demás, y cree que el hombre debe procurar ser feliz. Y he aquí un supuesto a que no puedo hacerme.

Y ahora voy a daros, en estas confesiones, un dilema arbitrario; arbitrario porque no puedo probároslo lógicamente porque me lo impone el sentimiento de mi corazón y no el [68] raciocinio de mi cabeza, y el dilema es éste: o la felicidad o el amor. Si quieres uno, has de renunciar a la otra. El amor mata la felicidad, la felicidad mata al amor.

Y aquí vendría bien todo cuanto nuestros admirables místicos, nuestros únicos filósofos castizos, los que hicieron sabiduría y no ciencia española –acaso los términos ciencia y española sean, afortunadamente, dos cosas que se repelen– sintieron, más bien que pensaron, sobre el amor y la dicha, y todo el «muero porque no muero» y el «dolor sabroso» y lo demás en la misma profundidad de sentir.

* * *

Y esto ¿qué relación tiene con el problema espiritual de España? ¿es algo más que una posición pura y exclusivamente individual, es decir, arbitraria? Todo eso ¿lo siento como español? ¿es el alma española la que me lo sugiere?

Se ha dicho que con los Reyes Católicos y la unidad nacional se torció acaso el curso de nuestra historia. Lo cierto es que desde ellos, y mejor aún después de ellos, con el descubrimiento de América y nuestro entrometimiento en los negocios europeos, nos vimos arrastrados en la corriente de los demás pueblos. Y entró en España la poderosa corriente del Renacimiento y nos fue borrando el alma medieval. Y el Renacimiento era en el fondo todo eso: ciencia, en forma sobre todo de Humanidades, y vida. Y se pensó menos en la muerte y se fue disipando la sabiduría mística.

Se ha dicho muchas veces que el español se preocupa demasiado de la muerte, y en todos los tonos y de todas las maneras, en especial de las más ramplonas, se nos ha dicho que la preocupación de la muerte no nos deja vivir a la europea y a la moderna. Hasta de la mortalidad y de la suciedad y de la falta de salud se le echa la culpa al llamado culto a la muerte. Y a mí, en cambio, me parece que se piensa demasiado poco en ella; mejor dicho, que se piensa a medias.

Y se piensa y se medita en ella a medias, porque pretendemos [69] ser europeos y modernos sin dejar de ser españoles, y eso no puede ser. Y hemos hecho una infame mezcla de sabiduría castiza y de ciencia exótica, de íntimo y sentido sentimiento de la muerte y de pegadizo cuidado por la vida. Y nos hemos creído cuidarnos del progreso, cuando en realidad se nos da muy poco de él.

«Desengáñese usted –me decía en cierta ocasión un extranjero amigo mío, creyéndome, aunque español, europeo y moderno,– desengáñese usted: los españoles en general son incapaces para la civilización moderna y refractarios a ella.»

Y yo le dejé frío de estupor cuando le repliqué: ¿Y es eso un mal? El hombre me miró como quien mira a uno que de repente se pone loco; debió de parecerle como si yo negara un postulado geométrico, y trató de razonar conmigo, y le dije: No, no se esfuerce usted en darme razones; creo poder decirle, sin jactancia, pero sin hipocresía de modestia, que conozco cuantas razones pueda usted aducirme al respecto; esto no es cuestión de razones, sino de sentimientos.

Insistió pretendiendo hablarme al sentimiento, y añadí: No, amigo mío, no; usted tiene lógica, y no es la lógica, sino la pasión, lo que rige los sentimientos. Y me separé de él y me fui a leer las Confesiones del gran africano a la antigua.

¿No será cierto que, en efecto, somos los españoles, en lo espiritual, refractarios a eso que se llama la cultura europea moderna? Y si así fuera, ¿habríamos de acongojarnos por ello? ¿Es que no se puede vivir y morir, sobre todo morir, morir bien, fuera de esa dichosa cultura?

Y no quiero decir con esto que nos sumamos en la inacción, la ignorancia y la barbarie, no. Hay modos de acrecentar el espíritu, de elevarlo, de ensancharlo, de ennoblecerlo, de divinizarlo, sin acudir a los medios de esa cultura. Podemos, creo, cultivar nuestra sabiduría sin tomar la ciencia más que como un medio para ello y con las debidas precauciones para que no nos corrompa el espíritu.

Así como el amor a la muerte y el sentimiento de que es [70] ella el principio de nuestra verdadera vida no debe llevarnos a renunciar violentamente a la vida, al suicidio, puesto que la vida es una preparación para la muerte, y cuanto mejor la preparación mejor lo preparado, así tampoco el amor a la sabiduría debe llevarnos a renunciar a la ciencia, pues esto equivaldría a tanto como un suicidio mental, sino a tomar la ciencia como una preparación y no más que como una preparación a la sabiduría.

Por mi parte puedo decir que si no hubiese excursionado por los campos de algunas ciencias europeas modernas, no habría tomado el gusto que he tomado a nuestra vieja sabiduría africana, a nuestra sabiduría popular, a lo que escandaliza a todos los fariseos y saduceos del intelectualismo, de ese hórrido intelectualismo que envenena el alma. A fuerza de oír himnos a la ciencia y a la vida me han hecho cobrarles desconfianza y tal vez horror, y amar la sabiduría de la muerte, la meditación en que, según Spinoza, no medita el hombre libre, esto es, el hombre feliz.

* * *

Hace pocos días he leído un artículo de mi paisano y amigo Pío Baroja, titulado ¡Triste país!, en que dice que España es un país triste, así como Francia es un país hermoso. Contrapone la Francia riente, de terreno fértil y llano, de clima dulce, de ríos que se deslizan claros y trasparentes a flor de tierra, con esta península, llena de piedras, quemada por el sol y helada en invierno. Hace notar que en Francia los productos espirituales no pueden compararse con los agrícolas e industriales; que los dramas de Racine no están tan bien elaborados como el vino de Burdeos; ni los cuadros de Delacroix valen tanto como las ostras de Arcachón; y que, en cambio, nuestros grandes hombres, Cervantes, Velázquez, el Greco, Goya, valen tanto o más que los grandes hombres de cualquier parte; mientras nuestra vida actual vale menos, no que la vida de Marruecos, sino que la vida de Portugal.

Y yo digo: ¿no vale la pena de renunciar a esa agradable [71] vida de Francia a cambio de respirar el espíritu que puede producir un Cervantes, un Velázquez, un Greco, un Goya? ¿No son acaso éstos incompatibles con el vino de Burdeos y las ostras de Arcachón? Yo –arbitrariamente, por supuesto– creo que sí, que son incompatibles, y me quedo con el Quijote, con Velázquez, con el Greco, con Goya, y sin el vino de Burdeos, ni las ostras de Arcachón, ni Racine, ni Delacroix. La pasión y la sensualidad son incompatibles: la pasión es arbitraria, la sensualidad es lógica. Como que la lógica no es sino una forma de sensualidad.

«Todos nuestros productos materiales o intelectuales son duros, ásperos, desagradables –sigue diciendo Baroja.– El vino es gordo, la carne es mala, los periódicos aburridos y la literatura triste. Yo no sé qué tiene nuestra literatura para ser tan desagradable.»

Aquí tengo que detenerme. No siento bien lo de identificar lo triste con lo desagradable; y aunque haya inocente que me lo tome a paradoja, diré que para mí lo desagradable es lo que se llama alegre. Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la algazara y el regocijo de un bulevar de París, de esto hace ya diez y seis años, y cómo me sentía allí desasosegado o inquieto. Toda aquella juventud que reía, bromeaba, jugaba y bebía y hacía el amor me producía el efecto de muñecos a quienes hubieran dado cuerda; me parecían faltos de conciencia, puramente aparenciales. Sentíame solo, enteramente solo entre ellos, y este sentimiento de soledad me apenaba mucho. No podía hacerme a la idea de que aquellos bulliciosos entregados a la joie de vivre fueran semejantes míos, mis prójimos, ni siquiera a la idea de que fuesen vivientes dotados de conciencia.

He aquí cómo lo alegre me desagradaba, me era desagradable. Y, en cambio, en medio de muchedumbres acongojadas que clamen al cielo pidiendo clemencia, que entonen un de profundis o un miserere, me habré de encontrar siempre como entre hermanos, unido a ellos por el amor. [72]

Dice luego Baroja: «Para mí una de las cosas más tristes de España es que los españoles no podemos ser frívolos ni joviales.»

Y para mí una de las cosas más tristes para España sería que los españoles pudiésemos volvernos frívolos y joviales. Entonces dejaríamos de ser españoles para no ser ni europeos siquiera. Entonces tendríamos que renunciar a nuestro verdadero consuelo y a nuestra verdadera gloria, que es eso de no poder ser ni frívolos ni joviales. Entonces podríamos repetir de coro todas las insustancialidades de todos los manuales de vulgarización científica, pero nos incapacitaríamos para poder entrar en la sabiduría. Entonces tendríamos acaso mejores vinos, vinos más refinados, aceite menos áspero, mejores ostras; pero habríamos de renunciar a la posibilidad de un nuevo Quijote, o de un Velázquez, y sobre todo y ante todo, a la posibilidad de un nuevo San Juan de la Cruz, de un nuevo Fray Diego de Estella, de una nueva Santa Teresa de Jesús, de un nuevo Íñigo de Loyola, ortodoxos o heterodoxos, que para el caso es igual.

Y acaba diciendo Baroja: «Triste país en donde por todas partes y en todos los pueblos se vive pensando en todo menos en la vida.»

Y esta arbitrariedad provoca la mía, y exclamo: ¡Desgraciados países esos países europeos modernos en que no se vive pensando más que en la vida! ¡Desgraciados países los países en que no se piensa de continuo en la muerte, y no es la norma directora de la vida el pensamiento de que todos tenemos un día que perderla!

* * *

Aquí debo detenerme un momento –si es que puede hablarse de detenciones en una marcha tal como la que aquí lleva mi pensamiento– y explicar, si es que explicación cabe, esto de la arbitrariedad.

Los extranjeros, sobre todo los franceses, no toman de nosotros [73] sino lo menos nuestro, lo que menos choca a su espíritu –y ello es natural,– lo que se acomoda a la idea que de nosotros tienen, idea que es siempre y forzosamente superficial. Y nosotros ¡pobrecitos! cedemos a este engañoso halago y esperamos el aplauso de fuera, de los que en realidad no nos entienden, y aunque nos entiendan no nos comprenden.

Y yo no sé bien para qué quieren ellos eso que de nosotros toman y que corrobora la vulgar idea que de nosotros tienen. Yo, en su caso, tomaría de aquí y daría a conocer a mis compatriotas lo que más hiriera las convicciones de éstos, lo que más les chocara, lo que más repugnase con su espíritu, lo que más distinto les fuese.

Mas es natural lo que hacen, porque las gentes quieren que se les diga lo mismo que ellos piensan, que se les corrobore en sus prejuicios, prevenciones y supersticiones: los hombres quieren que se les engañe. Y así va ello.

Frente a esa actitud de los demás, ¿qué hemos de hacer nosotros? Frente a esa acción que tiende, conciente o inconcientemente, a descaracterizarnos, a arrebatarnos lo que nos hace ser lo que somos, ¿qué acción nos conviene emprender? Frente a esas voces que nos dicen: «si queréis ser como nosotros y salvaros, tomad esto», ¿qué hemos de hacer?

Pero esto del intento de españolizar a Europa, único medio para que nos europeicemos en la medida que nos conviene, mejor dicho, para que digiramos lo que del espíritu europeo puede hacerse nuestro espíritu, es cosa que hay que tratarla aparte.

* * *

Todo esto parecerá arbitrario, y para los demás acaso lo sea; lo es ciertamente. ¿Qué le he de hacer?

«Basta –dirá algún lector lógico y europeo moderno,–ya te tengo cogido; tú mismo confiesas que tus afirmaciones carecen de base, que son arbitrarias, que no pueden probarse, y a tales afirmaciones no se les debe hacer caso.» Y yo le diré a [74] ese pobre lector lógico, europeo y moderno, enamorado, de seguro, de la ciencia y de la vida, que el que una afirmación sea arbitraria y no pueda probarse con razones lógicas, ni quiere decir que carezca de fundamento, ni menos que sea falsa. Y, sobre todo, eso no quiere decir que la tal afirmación no sea excitadora y animadora del espíritu, corroboradora de su vida íntima, de esa vida íntima que es muy otra cosa que la vida de que está enamorado el lector lógico y cientificista.

* * *

Aquí dejé este ensayo hace dos días, para continuarlo, reanudando su hilo, así que se me ofreciera ocasión, cuando he aquí que acabo de leer hoy, 13 de Mayo, una frase que tuerce el curso de mi discurso. Así les pasa a los ríos, que un peñasco que se les presente les desvía el cauce y puede hacer que vayan a desembocar a muchas leguas de distancia de donde hubieran desembocado en otro caso, a otro mar tal vez.

Es curioso lo que pasa con las ideas. Tenemos en el espíritu muchas veces una tropa de ellas que se arrastran vegetativamente en la oscuridad, mustias, incompletas, sin conocerse unas a otras y huyéndose mutuamente. Porque en la oscuridad las ideas, lo mismo que los hombres, se tienen miedo. Y están acurrucadas, evitando todo contacto, disociadas. Pero he aquí que de pronto entra una idea nueva y luminosa, arrojando lumbre, o ilumina aquel rincón, y al verle las otras y al verse unas a otras las caras se reconocen, se levantan, se agrupan en torno de la recién llegada, se abrazan y forman hermandad y recobran plena vida.

Con una porción de ideas mustias y penumbrosas que tenía yo desperdigadas en un rincón de mi espíritu, me ha sucedido así al entrar hoy en éste una idea que acabo de leer en el número de La Correspondencia de España, diario de Madrid, correspondiente al día de ayer, 12 de Mayo.

Es el caso que en un artículo que en él publica Fabián Vidal, [75] titulado «La actualidad – Cánovas», dice el autor: «Sagasta comprendió a los españoles, pero no a España. Cánovas no supo jamás de qué madera estaban formados sus compatriotas.»

Leí esto, y al punto me dí cuenta, por iluminación súbita, de la diferencia que va del alma de España al conjunto de las almas de los españoles todos que hoy vivimos, a la síntesis misma de estas mismas almas. Y recordé lo que a raíz de la última guerra civil carlista, siendo yo un mozo, oí en mi pueblo a un sujeto que decía: aunque todos los bilbaínos nos hiciéramos carlistas, Bilbao seguiría siendo liberal. Paradoja, es decir, profunda verdad arbitraria, verdad de pasión, verdad cordial, que no olvidé después nunca.

«Sagasta comprendió a los españoles, pero no a España.» Y todos los gobernantes vulgares, los que se dejan llevar de la corriente y disfrutan de largos años de poder, y todos los escritores vulgares, los que hacen copiosas tiradas de sus libros y los venden, y todos los artistas vulgares, y todos los pensadores vulgares, comprenden a sus compatriotas, pero no a su patria. Así es.

En el alma de España viven y obran, además de nuestras almas, las de los que hoy vivimos, y, aún más que éstas, las almas de todos nuestros antepasados. Nuestras propias almas, las de los hoy vivos, son las que menos viven en ella, porque nuestra alma no entra en la de nuestra patria hasta que nosotros no la hayamos soltado, hasta después de nuestra muerte temporal.

¿De qué sirve que queramos hacer pensamiento europeo moderno con una lengua que ni es europea ni es moderna? Mientras nos empeñamos en hacerle decir una cosa, ella se empeña en hacernos decir otra, y así no decimos el pensamiento que pretendemos decir, sino el pensamiento que no queremos decir, ése decimos.

Nos empeñamos –es decir, se empeñan muchos– en deformar su espíritu conforme a un patrón de fuera, y no conseguimos [76] ni hacernos como aquellos a quienes pretendemos remedar ni ser nosotros mismos. De donde un hórrido mestizaje espiritual, casi un hibridismo infecundo.

Y aquí viene lo más curioso y más sorprendente del caso, algo que se comprenderá algún día, si es que llega aquel en que alguien se ocupe en investigar el estado espiritual de nuestra España en el tránsito del siglo XIX al XX; y es lo más curioso y lo más sorprendente que los que pasan por más españoles, por más castizos, por más a la antigua, por más genuinos españoles, son los más europeizantes, los más descastados en el fondo de su alma, los más exóticos; y por el contrario, hay quienes pasando para muchos inocentes por espíritus exóticos, anglicanizados, germanizados, afrancesados o anoruegados, son los que tienen sus raíces más en contacto con las raíces de los que hicieron el alma española. He observado con cuánta frecuencia una casticidad cortical, de formas exteriores gramaticales y retóricas, se acompaña del más profundo desarraigo en el alma patria, y todo lo contrario. He conocido un solemne majadero, literato en un tiempo reputado, que leía a nuestros místicos para aprender en ellos castellano y a bien escribir, y a quien no se le pegó nada del alma ardiente de aquellos casticísimos espíritus, y conozco, por otra parte, quien no habiéndolos leído y no cuidándose ni poco ni mucho de seguir ni su tradición literaria ni su ortodoxia religiosa, ha respirado en el ambiente espiritual de la patria el aire de aquella mística que en ese ambiente se cierne.

Y esa confusión ¿en qué estriba? No lo sé, pero presumo que ha de estribar en la misma causa que hace que las gentes se empeñen aquí en hacer un sabio de quien menos tenga de ello y pidan lógica a un apasionado y arbitrario.

«Las gentes –me dice un amigo cuando de estas cosas le hablo,– las gentes quieren y piden cosas, es decir, ideas concretas, conocimientos utilizables, nociones científicas, noticias, explicaciones racionales, y no puede írseles con sentimientos y con ensueños.» Y al oír esto suelo pensar a primeras: [77] ¡pobres gentes!; mas al punto me rehago y digo: tienen razón en parte; está bien que pidan eso, pero ¿por qué tantos de ellos han de rechazar lo otro?, y sobre todo, ¿por qué no han de pedirle a cada uno lo que tiene y lo que puede dar?

Y aplicando esto a nuestro pueblo, ¿por qué nos hemos de empeñar en torcer nuestro natural íntimo, y rechazar lo que él nos da, para pretender forzarle a que nos dé otra cosa?

Nuestros defectos, los que llaman los demás nuestros defectos, suelen ser la raíz de nuestras preeminencias, los que se nos moteja como nuestros vicios el fundamento de nuestras virtudes. Si el que sintiéndose avaro podría convertir esta su avaricia en espíritu de ahorro y previsión, se deja llevar de la ética del pródigo, como no sabrá ser pródigo se arruinará malamente y sin provecho alguno; y por igual modo, el que sintiéndose pródigo podría hacer de su vicio fuente de noble liberalidad, si se deja engañar de la ética del avaro se arruinará lo mismo y sin provecho. Y como en la ética, sucede, verbigracia, en la estética, y como en los individuos en los pueblos.

No es una estética universal, aplicable a los pueblos todos, una estética pura –pues que tal estética no sé que exista, y acaso ni pueda existir– la que nos ha condenado, pongo por caso, el conceptismo y el gongorismo y la que ha declarado de mal gusto nuestro genuino y natural énfasis. No es una estética universal, valedera para todos los pueblos, sino que es la estética de otros pueblos, de otro más bien, del pueblo francés, la que ha impuesto a muchos de nosotros ese canon. Los vicios literarios y artísticos de ese pueblo terriblemente lógico, desesperadamente geométrico, cartesiano, no son ciertamente ni conceptismo ni gongorismo, y ha logrado en gran parte, al tratar de enseñarnos sus virtudes, enseñarnos sus vicios. Nada más insoportable que la literatura española afrancesada; nada más falso y más vano y más desagradable que los escritores españoles formados en la imitación de la literatura francesa.

¡Énfasis! ¿Y si el énfasis nos es natural? ¿si la expresión enfática es la expresión espontánea de nuestro natural? [78] ¿si el énfasis es la forma de la pasión, así como eso que se llama naturalidad es la expresión de la sensualidad y del buen juicio? Lo que yo sé es que cuando un hombre se irrita de veras o se entusiasma no se expresa en frases bien ceñidas, claras, lógicas, trasparentes, sino que rompe en estrumpidos enfáticos, en ditirambos hojarascosos. Lo que sé, y sabe todo el mundo, es que en las cartas de amor, de verdadero amor, de amor trágico, del amor que no puede ser feliz, todo es un flujo de encendidos lugares comunes.

He pensado muchas veces que el gongorismo y el conceptismo son, en cierto modo, expresiones de pasión. Del conceptismo lo afirmo desde luego, arbitrariamente por supuesto. Casi todos los grandes apasionados que conozco en la historia del pensamiento humano, contando al gran africano de que hablé antes, han sido conceptistas, han vertido sus ansias, sus anhelos, en antítesis, en paradojas, en frases que a primera vista parecen no más que ingeniosas. Y acaso ello dependa de que la pasión es enemiga de la lógica, en la que ve una tirana, pues la pasión quiere que sea lo que ella quiere y no querer lo que tiene que ser, y el conceptismo es en el fondo una violación de la lógica por la lógica misma. Juega con los conceptos y violenta las ideas aquel a quien los conceptos y las ideas le estorban porque no puede hacer con ellos lo que su pasión le pide.

Yo necesito la inmortalidad de mi alma, la persistencia indefinida de mi conciencia individual, la necesito; sin ella, sin la fe en ella, no puedo vivir, y la duda, la incredulidad de haber de lograrla me atormenta. Y como la necesito, mi pasión me lleva a afirmarla, y a afirmarla arbitrariamente, y cuando intenta hacer creer a los demás en ella, hacerme creer a mí mismo, violento la lógica y me sirvo de argumentos que llaman ingeniosos y paradójicos los pobres hombres sin pasión que se resignan a disolverse un día del todo.

El apasionado, el arbitrario, es el único verdadero rebelde, y nada me hace mayor efecto de grotesquez que el encontrarme [79] con esos sujetos, afrancesados por lo común, que se dicen emancipados de todas las tiranías, amantes de la libertad, espíritus fuertes, anarquistas a las veces, ateos con frecuencia, pero fieles devotos de la lógica y del código del buen gusto. Leen a Moratín y se jactan de ser hombres de sentido común. ¡Buena pro les haga!

Sí; el énfasis, la hinchazón, el conceptismo, el paradojismo, son el lenguaje de la pasión, y en cambio nada menos natural, para nosotros los españoles por lo menos, que eso que llaman naturel los franceses, y que suele ser producto refinado de una exquisita y artificiosa elaboración.

No sé qué francés ha dicho que la literatura francesa es la que expresa elocuentemente los grandes lugares comunes humanos; pero lo que yo diría es que en esa literatura, que tantos estragos ha hecho y sigue haciendo en España, se expresan y hallan su forma adecuada todos los sentimientos medios y todas las ideas medias, y no caben bien en ella ni las ideas ni los sentimientos extremos. Es una literatura sensual y lógica, y por lo tanto luminosa y alegre. Y nosotros los españoles somos, en general, más apasionados que sensuales y más arbitrarios que lógicos. Lo somos y debemos seguir siéndolo. Es decir, debemos volver a serlo, porque acaso no lo somos tanto, ni mucho menos, como en otros tiempos lo fuimos.

Observad que el espíritu francés no ha dado ningún gran místico, ningún verdadero gran místico puro. En Pascal, aunque no poco arbitrario y apasionado, la geometría había dejado profunda huella. Y cuenta que es Pascal uno de los espíritus franceses que mejor podemos apropiarnos, ese profundísimo espíritu atormentado que nos enseñó, entre otras, dos grandes, dos profundas, dos atormentadoras arbitrariedades: la del pari o apuesta, y aquella otra de il faut s’ábêtir, «hay que embrutecerse», empezando para creer por obrar como si se creyese. Pero un gran místico, un verdadero místico puro no lo conozco francés. Y aquí de buena gana diría algo del dulce, reposado, sensual y lógico San Francisco de Sales, tan [80] lleno de sentido común y de medianía espiritual; pero vale más dejarlo para otra ocasión.

Y es la estética de este pueblo tan opuesto al nuestro, pese a todas esas monsergas de la hermandad latina –no sé que ellos sean latinos, no sé que nosotros lo seamos, y en cuanto a mí, personalmente, creo no tener nada de latino,– es la estética de ese pueblo la que están deformando nuestra producción en no pocos de nuestros productores espirituales.

¡Latinos! ¿Latinos? ¿Y por qué si somos berberiscos no hemos de sentirnos y proclamarnos tales, y cuando de cantar nuestras penas y nuestros consuelos se trate, cantarlos conforme a la estética berberisca?

* * *

El único modo de relacionarse en vivo con otro es el modo agresivo; sólo llegan a una verdadera compenetración mutua, a una hermandad espiritual, aquellos que tratan de soyugarse espiritualmente unos a otros, sean individuos, sean pueblos. Sólo cuando trato de meter mi espíritu en el espíritu de un prójimo mío, es cuando recibo en el mío el espíritu de este mi prójimo. La bendición del apóstol es que recibe en sí las almas de todos aquellos a quien apostoliza; esto es lo noble del proselitismo.

No; nada, nada de dejar hacer y dejar pasar; nada de encogerse de hombros ante las ideas de los demás, y menos ante sus sentimientos, sino tratar de herirlos. Así y sólo así nos herirán ellos en los nuestros y nos los mantendrán despiertos. De mí sé decir que a quienes debo más es a los que han hecho como que rechazaban, a los que han querido rechazar lo que yo les ofrecía. La honda vida moral es una vida de agresión y de penetración mutua. Cada cual debe procurar hacer a los demás a su imagen y semejanza, como dicen que a su imagen y semejanza nos hizo Dios.

La condenación del que trata de moldearse por otro es que [81] dejará de ser él mismo para no llegar a ser el otro a quien toma por modelo, y así no será nadie.

Algo, algos, mucho hay, sin duda, en la cultura europea moderna y en el espíritu moderno europeo que nos conviene recibir en nosotros para convertirlo en nuestra carne como recibimos en el cuerpo la carne de diversos animales y la convertimos en nuestra carne. Con sesos de buey enciendo mi seso, con lomos de cerdo hago latir mi corazón, con peces y con aves mantengo a mi carne para que mi espíritu pueda bajar a los profundos y nadar en ellos y remontarse a las alturas y en ellas volar. ¿Y no hemos de comernos el espíritu europeo moderno? Sí; pero a esos bueyes, cerdos, peces y aves de que nos alimentamos, los matamos antes, imponiéndoles nuestro dominio, y a ese espíritu hemos de tratar de matarlo antes de comérnoslo.

Tengo la profunda convicción, por arbitraria que sea –tanto más profunda cuanto más arbitraria, pues así pasa con las verdades de fe,– tengo la profunda convicción de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que no tratemos de imponernos en el orden espiritual a Europa, de hacerles tragar lo nuestro, lo genuinamente nuestro, a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa.

y hoy, vergüenza y desmayo causa el decirlo, cuando a un español le pasa por las mientes entrar en Europa, es decir, tratándose de literatos ser traducido, de lo que se cuida es de deformarse, de desespañolizarse, de no dejar a quien haya de traducirle más trabajo que el de traducir la letra, el lenguaje externo. Y así se oyen cosas como aquello que un francés me dijo hablándome de una traducción de una novela española contemporánea, y afirmándome que estaba en francés mejor que en español, y es que me dijo esto: la han devuelto a su lengua original.

Cada poder humano tiene su método, es decir, su procedimiento, [82] su modo de conducirse. Lo que llamamos lógica es el método de la razón, el modo de buscar conclusiones que a la razón satisfagan. Así se hace la ciencia. Pero cuando ni se trata de hablar a la razón ni de satisfacerla, no hace falta la lógica. Y por mi parte, raras veces, muy raras veces me dirijo a la razón de los que me oyen o me leen, y esas veces no soy yo propiamente quien les hablo o les escribo, sino es un sujeto postizo, y, por postizo, quitadizo, que me han echado encima los que me oyen o me leen.

Se ha dicho que el corazón tiene su lógica, pero es peligroso llamarle lógica al método del corazón; sería mejor llamarle cardiaca.

Y hay también el método de la pasión, que es la arbitrariedad, a la cual no hay que confundirla con el capricho, como con frecuencia ocurre. Una cosa es ser caprichoso y otra muy distinta ser arbitrario.

La arbitrariedad, la afirmación cortante porque sí, porque lo quiero, porque lo necesito, la creación de nuestra verdad vital –verdad es lo que nos hace vivir– es el método de la pasión. La pasión afirma, y la prueba de su afirmación estriba en la fuerza con que es afirmada. No necesita otras pruebas. Cuando algún pobre intelectual, algún europeo moderno, me viene con raciocinios y argumentos en oposición a alguna de mis afirmaciones, me digo: ¡razones, razones y nada más que razones!

«Aquí –diréis– nada se prueba.»

No fue español, aunque por ello merecía haberlo sido, sino inglés, el que escribió estos perdurables versos:

For nothing worthy proving can be proven
Nor yet disproven; wherefore thou be wise,
Cleave ever to the sunnier side of doubt,
And cling to Faith beyond the forms of Faith!

Fue lord Tennyson, en El antiguo sabio (The Ancient Sage) el que dijo eso, que puesto en castellano –lengua en que debió [83] haberse dicho primero tal cosa– dice: «Nada digno de ser probado puede probarse ni desaprobarse, y por lo tanto sé prudente, y ateniéndote siempre a la parte más soleada de la duda, agárrate a la Fe más allá de las formas de la Fe!»

Estos preñados versos nos dio lord Tennyson en aquella misma poesía en que nos dijo que el conocimiento, knowledge, es decir, la ciencia, es un sauce a la orilla de un lago, que ve y agita la sombra superficial en él, pero nunca se ha sumergido en el abismo.

Sean, pues, aquí mis últimas palabras, mientras me preparo a pensar cómo pueda españolizarse a Europa, que nada digno de ser probado puede ni probarse ni desaprobarse.

Escrito por Miguel de Unamuno

(@UnamunoAgain)

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