De poetas y extravíos

De poetas y extravíos

Una poeta del siglo XX y tres escritoras contemporáneas para reunir lo disperso.

En 2018 Editorial Lumen publicó una antología que recoge un centenar de poemas de Gabriela Mistral (Vicuña,1889 – Nueva York,1957), la poeta y pedagoga chilena que ganó  el Premio Nobel de literatura en 1945.

La selección de Las renegadas” –así se llama la antología- estuvo hecha por la escritora Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970). Ya en el prólogo, Meruane anticipa el hilo conductor que organiza lo que vamos a leer. Un coro en el desvarío de lo íntimo, escribe. Nunca abro un libro sin un lápiz en la mano, soy capaz de posponer el momento de la lectura si no encuentro algo con qué marcar. La del coro y el desvarío es la primera frase que subrayo en este poemario inquietante.

Tras los pasos de Gabriela Mistral

Ya de arranque, la mano que escribe pertenece a dos mujeres: Gabriela Mistral es el seudónimo que usa Lucila Godoy Alcayaga para escribir. Es una y son dos, un coro, sí. Un coro que por fuera de los nombres se hace más y más denso, en él entran: la otra, las reinas, las Marías, la cabelluda, la que camina, la dichosa, la calcinada, la tullida, la fervorosa, la desasida, por citar algunas de las mujeres que titulan los poemas. Ya lo dijo el poeta estadounidense Walt Whitman (1819-1892) en Canto a mí mismo:

¿Me contradigo?
Muy bien, me contradigo.
(Soy amplio, contengo multitudes).

En él las contradicciones aparecen perfectas, redondas, ordenadas. Son parte de un sistema que funciona, que produce algo, un corrimiento. El desvarío, en cambio, toca una llaga. Habla de otras pluralidades y desde otro núcleo. Y es íntimo. En el arte, el desvarío encuentra un cauce que lo alberga, lo hace crecer y volar y a veces estallar.

El color de una escena

La idea de coro adquiere un segundo sentido apenas nos topamos con el poema Nosotras. Allíla voz poética establece una genealogía que la liga a otras mujeres, y nacimos y morimos pánicas e irredimidas, dice. Establece un linaje con mujeres míticas (Medea, Eva, Niobes) pero también con mujeres de carne y hueso, latinas, tártaras o espartanas. Evoca en un poema a todas esas mujeres que la precedieron y se une a ellas. Escribe:

y los dioses nos hicieron

dispersas y reunidas.

En ese último verso alcanzo a ver una clave de la creación: dispersar lo que está reunido, reunir lo que está disperso. Pensar por afuera de las convenciones.

Subrayé también:

Denme ahora las palabras.

Grito sin boca.

Oyendo pido cantos.

Son todos versos de diferentes poemas. Versos que hablan del habla. Y de la impotencia. Escribirlos aquí juntos, es un poco armar una lectura propia, sacarlos del orden que la antologista les dio para crear uno propio. ¿No es eso leer, acaso?  Bajo este nuevo prisma, los versos se organizan como piezas de orfebrería que por error o desidia hubieran sido desmembradas las unas de las otras.

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Una mujer ama, desprecia y asesina a una perra díscola, indolente. No es la perra sin embargo lo que incomoda en esta novela. Juntas, la mujer y la perra, atraviesan una y otra vez escarpados terrenos al borde de un acantilado. Los cuerpos se esfuerzan, se cansan, jadean. Llueve, siempre llueve en La perra (2017, Literatura Random House), de Pilar Quintana (Cali, 1972). Pienso en el barro de El Chocó, la zona del Pacífico colombiano donde transcurre la historia. Un barro que mancha. Como las palabras dichas. Tanto pueden hacer las palabras: tiñen, contaminan, corroen, socavan, horadan. ¿O es al revés? Las palabras pueden ser también las cuerdas que sostienen el puente, el rezo sanador, la palmada en el hombro. Juntar perra y maternidad es una osadía de Pilar Quintana. Poner al lado de madre la palabra asesinato, otra.

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«El sistema de tacto», de Alejandra Costamagna, «Fruta Podrida», de Lina Meruane y «Cuatro por Cuatro», de Sara Mesa

La mujer de la foto en la tapa del libro juega, saca la lengua, hace burla. Sabe que bajo los silencios de su madre hay estallidos que pueden dejar sordo a cualquiera, releo en El sistema del tacto (Anagrama, 2018), de Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970). Silencio, estallido, sordera. Otra escritora chilena que une lo disperso, que hace que emerja la imagen del vendaval, del río salvaje, del huayco: agua, piedras y barro que bajan con furia la pendiente y arrasan con todo. Fuerza que abre surcos en la tierra. Los mismos que recorrerá cuando meses, o años más tarde se vuelva a desatar, riguroso, puntual, inequívoco huayco. Como las hijas devenidas madres que tendrán hijas que serán madres. Como los dolores.

Mi madre afiló mi lengua.

Otro verso de Gabriela Mistral

El futuro está en la repetición, dice Lina Meruane en Fruta podrida (FCE, 2007). ¿Repetición de qué, de quién? En El sistema nervioso (Penguin Random House, 2018) la misma autora insiste en la idea del futuro. Esta vez dice: El futuro estaba hecho de la misma materia, de las mismas calles y casas, de las mismas personas u otras parecidas, del mismo olor a podrido. En este caso, la repetición hiede. Hedor que me lleva directo a otro libro, otra autora, otra frase subrayada. Así funcionan las cloacas: el olor del agua rezuma de vez en cuando, su rumor nos apela; pero nunca se ven, nunca se habla de ellas, jamás existen, escribe Sara Mesa (Madrid, 1976) en Cuatro por cuatro (Anagrama, 2012).

y así erguidas o cegadas

todas una sangre misma

se nos rasga el secreto

de las sin razón venidas.

Gabriela Mistral, sí.

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