Vargas Llosa: el ruido de la máquina de escribir

Vargas Llosa: el ruido de la máquina de escribir

“Aprendí que la literatura no es un pasatiempo inofensivo, sino una forma secreta de rebeldía, una protesta contra la realidad.” — Discurso del Nobel, 2010

Lo leí tarde. No en la juventud, como a tantos otros, sino cuando ya me estaba animando a escribir mis propias historias. Fue La guerra del fin del mundo quien me descubrió a Mario Vargas Llosa, una novela que parecía esculpida en piedra: inamovible, rotunda, desmesurada. La abrí sin expectativas y terminé con la sensación incómoda de estar frente a un tipo de literatura que exigía rodillas firmes.

Aquella voz tan segura, esa arquitectura colosal, me obligaba a detenerme cada pocas páginas. No por aburrimiento. Sentía que leía a alguien que no había dudado jamás.

Y eso, para un escritor novato como yo, es tan admirable como aterrador.

Una lectura tardía, pero definitiva

Vargas Llosa escribía con una convicción que a veces era insultante. No en el estilo —siempre preciso, siempre limpio—, sino en el modo en que enfrentaba al lector. No te tomaba de la mano, no te guiaba por la historia. Él te empujaba. Te decía: “Aquí está el mundo. Léelo o no, pero no digas que no te lo advertí.”

Y ese empuje tenía algo de herencia épica, pero también de periodista que ha visto demasiado y quiere contarlo sin adornos.

No fue mi autor favorito. Ni falta que hizo. Vargas Llosa no escribía para que lo quisieran. Escribía para responder, a veces con rabia, otras con ambición desmedida, a las preguntas que lo obsesionaban: La política. La libertad. El deseo. El poder. La corrupción…

Y lo hacía desde un lugar incómodo: el de quien no se acomoda en las trincheras fáciles ni se deja seducir por las etiquetas. Cambió de ideas, de aliados y de batallas. Se ganó enemistades, decepcionó a muchos, pero nunca se dejó domesticar. Ni por la crítica, ni por la academia, ni por el mercado.

Vargas Llosa: El novelista incómodo y necesario

Esa independencia feroz fue, a veces, su mayor virtud y su mayor defecto. Lo llevó a escribir novelas magistrales y discursos equivocados. A defender causas nobles y a justificar posturas difíciles de tragar. Pero incluso en sus errores había una coherencia incómoda: la de alguien que cree profundamente en la libertad, incluso cuando la libertad iba en contra de sus principios.

Vargas Llosa no fue solo un escritor. Fue una figura. Un hombre que cargó con su propio nombre como si fuese un título nobiliario y una condena a la vez. Desde muy temprano supo que su voz importaba, y supo también que eso tenía un precio. Se dejó fotografiar, entrevistar, caricaturizar.

Lo llamaron monstruo sagrado, traidor, genio, burgués. Él respondió con novelas. Con Conversación en La Catedral, con La ciudad y los perros, con La fiesta del Chivo, con El pez en el agua, que es, a su modo, una de las autobiografías más crudas y lúcidas escritas por un autor de lengua española.
Nunca se escondió y eso, en este oficio donde tantos se disuelven en la sombra, merece respeto.

Escribir con disciplina: la máquina de guerra

Una de las cosas que más me impresionan de su figura es su disciplina. Vargas Llosa era de los que se sentaban a escribir como quien va a la guerra. Horarios estrictos, rutinas férreas, reescrituras obsesivas. En un mundo literario que a veces confunde inspiración con improvisación, él era un recordatorio incómodo de que el talento no basta y que hay que pelear cada página, sudarla. Hay que sangrarla.

Y eso, más allá de sus ideas o de sus posturas, es una herencia inmensa para quienes creemos en la literatura como un oficio, no como una pose.

«Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando.»
— Pablo Picasso

Fue Picasso quien lo dijo, pero Vargas Llosa lo encarnó. No esperó nunca la visita de las musas. Las obligó a sentarse con él, cada mañana, frente a la hoja en blanco. Como si la escritura no fuera un acto sagrado, sino una batalla diaria contra el vacío.

Por supuesto, no todo en su obra es igual de luminoso. Hubo novelas fallidas, personajes reciclados, diálogos que se volvieron fórmula. Como todo autor prolífico, escribió también por inercia. Pero incluso en sus libros menores había una claridad narrativa que muchos envidiarían.

Esa manera suya de entrelazar planos temporales, de dar voz a la calle, al poder, al secreto y a la traición. Su oído para el habla popular, su ojo quirúrgico para las instituciones corrompidas.

En Vargas Llosa hay siempre un mapa oculto, una cartografía del alma humana y de sus servidumbres. Eso no se aprende. Se trabaja. Y él lo trabajó durante décadas, sin descanso.

Leer a Vargas Llosa, aunque sea tarde

En lo personal, nunca sentí que me hablara directamente. No es un autor con el que yo dialogara de tú a tú, como con otros. Pero sí es uno de esos escritores que te obligan a medir tus palabras. Que te hacen preguntarte, cuando terminas un texto: ¿esto se sostiene? ¿Tiene nervio? ¿Podría resistir una lectura suya?
Nunca tuve respuestas tranquilas y tal vez por eso le estoy agradecido.

Hoy, ya lejos de aquí, lo imagino en silencio. No rodeado de homenajes ni de discursos, sino frente a una máquina de escribir invisible, corrigiendo una frase que solo él conocía.

Porque Vargas Llosa no vivió para agradar, sino para escribir. Lo hizo con furia, con rigor, con soberbia a veces, pero siempre con esa convicción que a muchos les falta: la certeza de que la literatura es una forma de resistencia.

En ese sentido, su legado es innegable. No solo por lo que escribió, sino por cómo lo escribió. Por el lugar que le dio a la novela en un siglo donde todo parecía disolverse.

Por su defensa inquebrantable del lenguaje como herramienta para entender —y también para combatir— la realidad. Vargas Llosa fue un novelista en el sentido más clásico y más urgente del término. Y esa figura, nos guste o no, será cada vez más rara.

Lo leí tarde. Pero me alegro de haberlo hecho. No por devoción, sino por confrontación, porque sus libros no me hicieron sentir cómodo. Me hicieron pensar, disentir, incluso enfadarme. Pero no me dejaron indiferente.

No que lo abrace. Que lo sacuda.