Instrucciones para jugar con palabras

Instrucciones para jugar con palabras

La semana pasada hablé de la mesa de luz, ese lugar de la casa que no engaña, el autorretrato más fiel. Hoy me entrego al juego. Como dice Cortázar en esta entrevista, entendiendo por juego lo mismo que entienden los niños, es decir, una ocupación muy seria.

  1. En mi mesa de luz hay dos torres de libros, una hecha de once ejemplares, la otra de siete. Elijo la torre más alta.

Unos que jugaban seriamente eran los surrealistas. Maestros en el arte de hacer de las palabras, clavas para malabares. Tomar un poco acá, soltar un poco allá, el surrealismo propone ligar lo que está disperso, escindir lo que forma un bloque, darle cauce a lo subterráneo. En el Manifiesto de 1924, André Breton definió el surrealismo como:

Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.

2. Tomo el primer libro de la torre elegida, abro al azar en cualquier página, copio un fragmento – pequeño- de una frase. Si el texto es un poema, copio un verso o un fragmento de un verso. Vuelvo a abrir en otra página. Así cuatro veces.

La apuesta de André Breton, Max Ernst, Paul Éluard, Joan Miró, Louis Aragón, Salvador Dalí, Man Ray y otros artistas fue la de tender puentes de acceso a lo real del pensamiento…sin  razón instrumental, sin lógica cartesiana. El poeta peruano Antonio Cisneros lo explica a través de una medida: una mayor porción de irracionalidad y sueño, sobre racionalidad y vigilia.

Al final del Manifiesto, hay algo así como instrucciones.

Escribid deprisa, sin tema preconcebido, escribid lo suficientemente deprisa para no poder refrenaros, y para no tener la tentación de leer lo escrito.

Confiad en la naturaleza inagotable del murmullo.

Seáis quien seáis, si el corazón así os lo aconseja, quemad unas cuantas hojas de laurel y, sin empeñaros en mantener vivo este débil fuego, comenzad una novela.

3. Escribo los retazos de las frases que sustraigo de los libros, uno debajo del otro en una hoja en blanco. Trato a estos fragmentos como unidades lingüísticas que no pueden ser descompuestas.

De los surrealistas aprendimos las técnicas del collage, el cadáver exquisito, la escritura automática, la enumeración caótica, el flujo de la conciencia, los caligramas.

Desde Guillaume Apollinaire los caligramas son representaciones visuales hechas de palabras. En general retratan eso de lo que las palabras hablan. En América Latina hay una nutrida tradición de caligrimistas, si se me permite el término.

      Poema en forma de pájaro, de Eielson                        

Espantapájaros, de Oliverio Girondo

4. Repito el procedimiento con los once libros. Al final tengo cuarenta y ocho fragmentos.

Otro al que le gustaba jugar con palabras era Borges. Cuando escribía, cuando leía, cuando releía lo que ya había publicado. Intervenía los textos, inventaba países, ciudades, generalogías, ejerció y desarrolló con holgura el arte la marginalia, ese hacer anotaciones en los márgenes de las páginas escritas en un entramado que arma otra pieza, un laberinto por ejemplo.

Laberinto, de Leonora Carrington

5. Por último, juego. Cambio de lugar, muevo, pruebo, desarmo, compongo y recompongo los fragmentos. No agrego, no quito ni cambio de lugar ninguna palabra, me muevo con fragmentos, como Lévi Strauss con los mitemas.

Tal vez impulsado por la pasión de Borges por las palabras, por la libertad obsesiva con la que jugaba con ellas, en 2009 el escritor argentino Pablo Katchadjian publicó El Aleph engordado. Sumó cinco mil seiscientas palabras a El Aleph de Borges y lo publicó.María Kodama, la viuda y albacea de Borges, le hizo un juicio por plagio y lo ganó. ¿De quién es la literatura?  

6. Sólo me permito ajustar tiempos verbales y número (singular / plural).

Carlos Oquendo de Amat abre sus “5 metros de poemas” con esta invitación:

abra el libro como quien pela una fruta

7. Voilà. Sin título

No hay, al principio, nada
la tonta costumbre de hablar de la vida
decir qué es un árbol o un río
impresiones accidentales
dislocación cotidiana de vivir en otro lenguaje
huella duradera.
Si hubiésemos sido honestos
tenías que volver
el camino no sigue más allá
ya está todo dicho.
Antes del mundo
paisajes inútiles de silencio
esa cosa que entra arrastrándose
a ciegas, como si fuera la única manera.
Había un muro
la decisión del carácter
despierta, perturba
lugares sin nombre
un timbre nacional.
Por un instante creí
como cierto poeta inglés:
la raíz de la cortesía
va a hundirse en los árboles.
No había visto
la ciudad tiene un borde
y sal y peces
no parecía invierno.
¿Qué idioma recuerdas?
El gris silencio compartido
esa especie de basura que queda
desventajosa pero irrevocable
un pacto.
Ha llegado el momento
¿cómo rechazar un demonio?
la presencia prometida
un atolladero definitivo
en estado de lenguaje.
Desaparezco de esa mirada impertinente
trastoco mi ignorancia en verdad
se me acaba la luz
uno a uno los peldaños crujen
todas las verdades del mundo
como antes.
Después de un silencio
al otro lado del vasto mar
una sola ráfaga
la puntada
¡escucha!

La poesía, dice Fabio Morábito en “El idioma materno”, no concede nada, no promete nada.

Terminando esta nota me doy cuenta de que quizás, o con seguridad mejor dicho, este juego fue desatado por el cuaderno que me mostró Mafer, mi amiga de manos temblorosas, hace unas semanas. Un cuaderno donde guarda sus ejercicios de escritura, los que inventa para sus talleres, los que hace en primer lugar, como la mejor alumna, como la maestra que sabe el nombre de todos sus estudiantes. Para probarlos, me dijo, si no, ¿cómo sé que funcionan? En ese cuaderno hay dibujos, recortes de diario con tachaduras, escritos en redondo, frases como rayos, como soles. Hay palabras, muchas palabras. Hay una pulsión de vida que late, desborda, se expande.