Zenobia de Palmira fue una reina guerrera que desafió a Roma, llegó a formar su propio imperio y acabó traicionando al Imperio Romano
Pero ahora decidme, ¿Cuántas veces habéis escuchado distintas versiones de una misma historia? Y decidme: ¿Cuál de ellas habéis creído?
Yo, Zenobia, reina de Palmira
Yo, Septimia Bathzabbai Zainib más conocida como Zenobia, os explicaré la historia de mi imperio, de mi reino, de Palmira nombre otorgado por los romanos , pero para mi, siempre será mi bella Tadmor.
Nací el 23 de diciembre del año 245 , fruto de la unión entre el más rico mercader de Palmira y de una bella mujer, aquí me tomo la licencia libre de adjudicar la nacionalidad egipcia de mi añorada madre, pues tiempo después reclamaría el trono egipcio por derecho de linaje. Pero vamos paso a paso.
Palmira por aquellos entonces era una bella y próspera ciudad que se iba enriqueciendo gracias al paso obligado de caravanas comerciales procedentes de Oriente (la ruta de la seda) estas debían pagar generosos aranceles para pasar la noche o atravesar nuestras tierras. A cambio, recibían seguridad para con sus preciadas mercancías.
Estos productos eran esperados con celosa impaciencia por las ricas familias de diversos reinos e imperios como el romano. Donde las pomposas matronas romanas deseaban poseer y lucir las más bellas sedas y joyas procedentes de oriente.
Si me permitís, voy a recrearme en la imagen de mi añorado padre. Fue uno de los mejores mercaderes de Palmira. Recuerdo con nostalgia su regreso tras largos viajes en tierras lejanas.
Recuerdo la emoción al verlo descender de su caravana tras dar gracias a los dioses por regresar con vida, por el éxito en su travesía y por reunirse de nuevo con su amada familia. Recuerdo sus fuertes abrazos y sus reproches por crecer tan rápido. Recuerdo su calurosa risa… a veces, aún creo escucharla dentro de mi ser…
Mi amado padre era de buena voluntad para con su familia, pero severo y exigente en su trabajo. El dominio de varias lenguas en pleno auge como el griego hacían de él un excelente comerciante. Puedo decir con orgullo que nací en un hogar lleno de comodidades gracias a los excelentes beneficios obtenidos por el negocio de mi padre.
Palmira era una provincia más del Imperio Romano
Permanecer bajo el ala de la gran águila imperial tenía un precio, un precio económico y de sacrificio. Por un lado Palmira pagaba tributos a Roma, pues como provincianos, debíamos abastecer a la gran capital del imperio con todo lo que esta exigiera (oro…). Por otro lado, la elección de Palmira como provincia no fue cosa del azar. Roma nunca dejaba nada al azar.
Nuestra posición en el mapa era idónea. Estábamos justo en su limes. Imaginad, una pequeña ciudad rica, estratégicamente situada de forma inmejorable y a su servicio uno de los mejores hombres que pudiera existir. Un hombre valiente y de gran reputación: Lucio Septimio Odenato, regente de Palmira.
En pocas palabras, éramos el primer bastión de defensa para el gran imperio romano contra el siempre inestable oriente no romanizado (invasiones sasanidas años 253-255; invasiones persas año 256). Todas las fuerzas eran pocas para mantener el limes intacto.
La sangre de los palmirenses teñía nuestros territorios, vidas perdidas por una batalla que no era la nuestra y todo a cambio de absurdos títulos para agrandar el ego de Odenato (Cónsul y Dux de la provincia romana de Siria año 258) y de incluirlo dentro del senado de la misma Roma (reconocido como miembro del senado romano año 251).
Pero los romanos se equivocaban, quizás con sus senadores un título era suficiente para garantizar la fidelidad, pero no contaron que nosotros no éramos romanos. Pero de nuevo, vamos paso a paso.
La belleza de Palmira en tiempos de Zenobia
¡Ah! las noches de mi amada Palmira y que decir de sus atardeceres carmesí. Cuan distinto es todo ahora…
Quiero que os imaginéis como era mi bella ciudad por aquellos entonces, pues nada tiene que ver con los restos que yacen esparcidos por los suelos.
Sus edificios eran una bella mezcla de orígenes y tradiciones. En ellos se podían descubrir arcos romanos y columnas griegas construidas en perfecta armonía con templos tan nuestros como el de Bel (templo consagrado al dios Baal). Por las calles hombres de todas las religiones posibles paseaban, conversaban o comerciaban con total tranquilidad, cristianos, judíos… todos tenían cabida dentro de Palmira. ¡Cuanta armonía!
Toda esta perfecta convivencia era voluntad del hombre más justo y Valiente que jamás he conocido, el regente por derecho Lucio Septimio Odenato.
Odenato ya gozaba de ciudadanía romana, de nuevo obsequio del imperio romano. Su majestuosidad al caminar hacía que hombres y mujeres dejaran de realizar sus quehaceres para, en medio de un respetuoso y admirable silencio, permitir el libre paso a su señor, pues era él y sólo él quién proporcionaba el prestigio, enriquecimiento y bien estar de Palmira.
Mi amado Odenato… Si me permitís divagar un poco… Una tarde, en mi paseo habitual entre los mercaderes para admirar sus nuevos productos, lo vi. Su leyenda lo convertía en un hombre inalcanzable para todas aquellas mujeres que deseaban y anhelaban convertirse en una nueva esposa para él.
Recuerdo que su apariencia no me impresionó tanto como antaño, quizás por los años de mi niñez dejados atrás, quizás por la extraña seguridad que ofrece la adolescencia en la que yo estaba sumida. No, no me impresionó en absoluto, ni tan siquiera cuando su oscura mirada me encontró, ni tan siquiera cuando mandó parar su comitiva, ni tan siquiera cuando se acercó y me preguntó mi nombre.
Por alguna extraña razón que aún hoy no consigo descifrar, mis labios no se despegaron, no emití una sola palabra, un echo que pareció divertir más que ofender al señor de estas tierras.
La boda de Palmira
Días después, me convertí en su nueva esposa (boda Odenato y Zenobia año 259). Recuerdo el enlace de forma atronadora. Palmira se había sumido en la locura de un gran festejo de proporciones inigualables, pues su señor volvía a contraer matrimonio y esta vez con una muy joven esposa cuyo nombre la historia recordaría hasta nuestros días. Zenobia.
Nuestro matrimonio fue estable y bello. Nos entendimos sin ningún problema desde el primer momento.
Yo era entregada a la vida marital de todo un rey tal como se esperaba que fuese una buena consorte, pero a diferencia de su primera esposa, en mí no encontró ningún tipo de sumisión, todo lo contrario. Mi fuerte carácter, mi despierta mente siempre ansiosa por aprender todo aquello que a una mujer le estaba prohibido parecía agradar y atraer a Odenato.
Él mismo me proporcionó maestros para formarme con las lenguas y los escritos de los grandes filósofos griegos (filosofo Casio Longino se establece en Palmira año 259), con el misterio que escondían las estrellas y sobre todo con astucias bélicas que habían generado grandes victorias a imperios legendarios.
La campaña de Palmira contra Persia
Pronto mis consejos fueron escuchados y llevados a cabo por mi enamorado rey. Mi persona relegó en pocos años a su primera esposa quedándome yo sola como única compañera del gran Lucio Septimio Odenato.
Pero la agradable tranquilidad duró poco.
Palmira en guerra
La derrota y captura en Emesa del emperador romano Valeriano (año 260 por Sapor I) dejó al imperio Romano gravemente herido y a Palmira entre dos peligrosas aguas. Era hora de tomar partido, pues la guerra estaba servida.
Mi esposo Odenato decidió apoyar a Roma e inevitablemente entramos en batalla. (año 261 primera campaña de Palmira contra Persia recuperando Mesopotamia. Roma otorga nuevo título a Odenato “Restaurador de todo Oriente”.
Año 262 segunda campaña de Palmira contra Persia. Año 265 tercera campaña de Palmira contra Persia. Roma proclama a Odenato Augusto) Un movimiento que agrandó la fama de mi esposo y le otorgó más títulos por parte de Roma. Algunos de ellos de gran importancia como el de Augusto. Odenato estaba en lo más alto desde el punto de vista Romano, pero había dejado en una delicada situación a Palmira, pues el imperio Persa ni olvidaba ni perdonaba las derrotas infligidas.
La desgracia no tardó en llegar a mi vida. En el año 267 en Emesa asesinaron a mi amado esposo Odenato y a su primogénito Hairam (fruto del matrimonio con su primera mujer), dejándome sola con mi hijo Vabalato de un año escaso de edad. ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer? Tenía un pueblo esperándome, un ejército esperándome y yo me encontraba tan sola… tan perdida… Escuché a los más fieles hombres de mi difunto esposo, a su siempre fiel general Zabdas, y todos coincidieron en darme fuerzas, valor y coraje para asumir lo que el destino había puesto en mis manos. Tomé el poder en Palmira.
Tras la muerte del emperador romano Galieno (año 268) todo empeoró. Mil acusaciones llegaban de Roma para culparme del asesinato de mi añorado esposo. Querían destrozarme, inutilizarme. Pues el senado del imperio del águila no reconocía a una mujer como líder y reina de Palmira. De nuevo me encontraba en una encrucijada, pero esta vez no estaba sola. Los hombres de mi esposo, ahora mis hombres estaban conmigo, me apoyaban, me aclamaban como su legítima reina y soberana. Y como la serpiente que se revuelve para defender lo que es suyo, proclamé a Palmira ante todo el pueblo, reino independiente de Roma.
Y aquí, justo en este momento empezó la leyenda de la reina Zenobia de Palmira, mi leyenda.
El reinado de Zenobia en Palmira
Embellecí Palmira con más de doscientas estatuas y altísimas columnas, pues un nuevo reino merecía una bella capital. Reforcé las viejas murallas que mi esposo construyó en el año 257 y las amplié hasta rodear los 21km de mi siempre creciente Palmira.
Gané la estima de todo mi pueblo, gané la confianza de mi valiente ejército con mi fiel general Zabdas en cabeza, y así, cabalgando como uno más de mis hombres, luchando como uno más de mis guerreros catafractos llegamos a Egipto conquistándolo y proclamándome reina por derecho de linaje (año 268) Poco después conquisté Anatolia, Mesopotamia, Siria, Palestina…
Era el año 270. Un nuevo emperador llamado Aurelianus llegó al poder tras la muerte de Claudio II. Aurelianus no era como el resto, había algo distinto en él. No tardó en poner orden tanto dentro de Roma como en sus limes. Gran estratega y mejor militar, convenía mantenerlo como aliado de mi nuevo imperio. Tras proclamar a mi pequeño hijo Vabalato Emperador y Augusto, títulos heredados de su difunto padre, no dudé en ofrecer la paz al nuevo emperador de Roma.
Pero de nada sirvieron mis misivas ni mis intentos de iniciar un periodo de paz y entendimiento entre ambos imperios. Roma no entendía la buena convivencia que podía existir si nos respetábamos y nos apoyábamos, y pronto, demasiado pronto, el imperio Romano me declaró la guerra.
Aurelianus empezó por reconquistar Egipto y tras este, dirigió todas sus fuerzas hacia Siria. En el año 272 nuestros enfrentamientos (cerca de Antioquía y en Emesa) dieron la victoria a las tropas del imperio romano. Nos replegamos dentro murallas de mi Palmira, teníamos que pensar rápido. Disponíamos de víveres y de agua para un largo periodo, pero no de fuerzas que nos apoyaran, pues todos mis aliados me dieron la espalda ante la proximidad del ejercito del águila.
Todo estaba perdido para Palmira
Año 273. Los intentos de salvar la vida de mi hijo y la mía propia por parte de mi fiel general Zabdas resultaron inútiles. Los romanos nos dieron caza en plena huida antes de llegar al rio Éufrates. Me llevaron de regreso a Palmira donde me esperaba el emperador Aurelianus en las estancias que una vez fueron mías.
Miré a mi alrededor, los hombres del emperador romano se llevaban todo cuanto querían. Mis alfombras persas, mis costinas de seda, mis joyas, mis perfumes, muebles de oro macizo…. todo, absolutamente todo, dejando dentro de mi un vacío más grande que el de aquella sala, que en un pasado no muy lejano, resplandeció de magnificencia.
Tras mi reconocimiento y respeto ante Aurelianus como emperador y soberano absoluto de todos mis territorios, este me perdonó la vida. Creí que era un acto de respeto mutuo. Pronto descubriría lo equivocada que estaba, Zenobia estaba siendo una ilusa.
Una última mirada al que fue mi hogar, mi reino, mi imperio, mi vida, mi felicidad, mi Palmira. Nunca más volvería a pisar sus calles, nunca más volvería a contemplarla, nunca más volvería a sentir el calor de los míos. Mi último adiós fue sin poder contener amargas lágrimas.
Roma año 274. Mi humillación pública ante el pueblo romano tenía su comienzo.
Recuerdo aquella mañana, era soleada y no demasiado fría para ser enero. Esclavas romanas se esmeraban en vestirme con bellos ropajes, me peinaron y maquillaron de forma exquisita. Yo no lograba comprender el motivo de tantos miramientos pues desfilaría en el Triunfo de Aurlianus, desfilaría por las calles de Roma totalmente vencida y humillada ¿no sería mejor hacerlo con harapos sucios y raídos? Aurelianus en persona me dio la respuesta mientras daba órdenes de disponer para mi todas las joyas que un día fueron mías.
Quería que el pueblo viera en mi una orgullosa y temible enemiga y no una humillada y desamparada mujer. Quería provocar ira en las gentes de Roma y no lástima sobre mi. Quería, necesitaba justificar el motivo de tantos años de guerra contra “únicamente” una mujer rebelde.
Aurelianus exigía que Roma entera conociera la Zenobia que un día fui, la orgullosa mujer que puso en jaque al mismo imperio romano.
Se lo concedí.
La muerte de la Reina Zenobia de Palmira
Roma vio a la mismísima Reina Zenobia, a la mismísima reina guerrera, desfilando por sus calles de forma soberbia, soportando con orgullo y dolor el peso de las cadenas que habían dispuesto alrededor de mi cuello, de mis tobillos y de mis muñecas. Un dolor punzante que se iba haciendo insoportable a medida que pasaban las horas, a medida que avanzaba el triunfo conmigo como gran trofeo entre insultos e improperios. Llegó un momento que el insoportable dolor de mis carnes abriéndose lo distorsionaba todo. Poco a poco en mi mente se formó el recuerdo del dulce rostro de mi madre, de la cálida risa de mi padre, de la abrasadora mirada de mi siempre amado Odenato y sobre todo, de las manitas de mi pobre hijo Vabalato. Todos ellos me acompañaron dándome fuerzas para resistir hasta el final, un final que se me antojaba esperanzador. Sí, deseaba la muerte, deseaba reunirme con los míos. Estaba tan agotada…
Pero Roma tenía preparado otro destino para mi.
Aurelianus solicitó mi ejecución en varias ocasiones ante todo el senado, pero este se lo negó una y otra vez. No querían convertir a la legendaria reina Zenobia en una mártir, preferían que mi propio pueblo creyeran que mientras ellos estaban sumidos en la más absoluta pobreza, yo, su reina, los había abandonado a su suerte viviendo felizmente casada con un noble senador romano en una bella domus a las afueras de Roma. Creo que no es posible ser más cruel.
Pero mis dioses me regalaron unas últimas noticias sobre mi fiel pueblo. Supe que intentaron reunir nuevas fuerzas revolucionándose contra los romanos para recuperar de nuevo su libertad, supe que planearon venir a buscar a su reina hasta la misma Roma! pero todo fue en vano. Esta vez la ira del imperio cayó sobre todos ellos de forma fulminante. Supe que las legiones arrasaron por completo mi Palmira hasta los mismos cimientos y que acabaron con cuantas vidas se les cruzó por su camino. Masacraron no sólo mi sueño, sino el sueño de todo un pueblo que un día fue próspero y rico, que un día utilizó a su antojo para protegerse de los bárbaros.
Sí estimados, Roma nos utilizó, nos masacró y nos borró del mapa. Pero la historia no lo recuerda así, la historia os contará que una arrogante y soberbia mujer llamada Zenobia quiso conquistar todos sus territorios, el mundo entero.
Escrito por Zenobia de Palmira