Esta semana, el 20 de marzo, será el equinoccio de otoño en América del Sur. El momento del año en que el día y la noche duran la misma cantidad de horas.
En Europa, ese mismo día, será el equinoccio de primavera. De este lado del mundo, donde escribo, en pocos días, habrá terminado el verano.
Cuando el norte se prepara para la fanfarria de la primavera, en el sur empezamos a poner un pie en el ritmo despacioso del otoño.
Unos caminan hacia el desborde de luz, otros la buscaremos entrando tenue por entre las nubes .
Allá la tierra empezará a abrirse para dar paso a los brotes. Acá vendrá un tiempo de paciente espera.
Jolgorio a un lado, silencio al otro.
Hasta que seis meses después se invierte el tándem. Y nosotros estaremos oyendo el ir y venir de las calandrias en las hojas nuevas del tilo, mientras allá estarán sacando del ropero los abrigos que ahora guardan.
Y así, cada año, todos los años.
Pero saber que la repetición marca el ritmo no alcanza para menguar la pesadumbre. ¿Qué se lleva el verano cuando se va?

El verano, Tamara Lempicka
Cuando el verano termina ¿qué termina?
El verano parte llevándose en falda florida:
- los días largos; la luz, la luz, la luz
- el agua, la piscina, el mar, el arroyo, el río, el lago, el baldazo; no hay verano sin agua: chapotear, nadar, patalear, dejarse envolver, flotar
- la ropa ligera, colorida, que deja la piel al descubierto
- el tiempo dislocado que trae la interrupción de las rutinas del año; y entonces los paseos, las lecturas, el juntarse y visitarse y quererse de mate en mate, de charla en charla
- los horarios más flexibles, los chicos no tienen que madrugar para ir a la escuela; algunos trabajos cambian turnos, otros se interrumpen
- el hallazgo de un texto, un autor, una autora, la sensación de querer leer ese libro todo el verano, y los siguientes, hasta el último de los veranos
- los viajes, cortos o largos, cercanos o exóticos: te traje esto de allá; que quiere decir: pensé en vos
- las películas al aire libre; las mesas en la calle; los vecinos en la vereda
- el cielo despejado; las lluvias repentinas, bienvenidas, refrescantes
El verano se lleva en su regazo los días largos; la luz, la luz, la luz.
No por nada, como dice Clara Obligado en Todo lo que crece:
Siempre es verano en los recuerdos
¿Quién no recuerda un verano?
Una luz especial envuelve a los veranos. Una luz que presta su brillo a las cosas, a las personas, a la naturaleza en verano. La misma luz que se esparce en las escenas que recordamos.
En 2016, la escritora moldava Tatiana Tibuleac (1978) publicó la novela El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, traducida al español en 2018 por Marian Ochoa de Eribe y publicada por Impedimenta. Comienza así:
«Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás.»
A pesar de este inicio tan sin ambigüedades, la novela narra el verano en que una madre y un hijo hacen las paces.
El mismo verano en que se despiden.
Ella está a punto de morir. Él recordará ese verano, el verano en que quiso a su madre, a través de sus ojos. Salpicadas a lo largo de una prosa dura y fría, la voz narradora va dejando frases que hablan de los ojos -y que condensan la emoción de una vida-, ubicadas, sueltas, solas, en el centro de la página. Frases como:
Los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano.
Los ojos de mi madre eran brotes a la espera.
Y muchas más. A medida que avanzamos, somos testigos -y un poco cómplices- de la ternura que se abre paso en este narrador dañado. Ese verano fue, en palabras del hijo, un verano para morir viviendo hasta el final.

El verano, Giuseppe Arcimboldo
En sus Poesías juveniles, Rainer María Rilke escribió:
Y hay un tilo, que es mi árbol predilecto;
y todos los veranos que en él callan
se vuelven a mover en las mil ramas
y entre el día y el sueño vuelven a despertar
Cada verano supone el anterior y el anterior y así hasta el principio de los días. Los anillos concéntricos de los troncos guardan cada temblor.
Otra novela que ocurre en verano es Tres luces, de la escritora irlandesa Claire Keegan (1968). Traducida al español por Jorge Fondebrider y publicada por Eterna Cadencia, Tres luces narra el verano una niña pasa en casa de un matrimonio -parientes lejanos de la familia- mientras su madre da a luz y cuida de sus otros hermanos. Desde la mirada de la niña, y apelando a la narración de contrastes, conocemos de dónde viene y dónde está. Y nos acercamos con ella al pozo donde anida el secreto del matrimonio pródigo y cariñoso que la alberga ese verano inolvidable. Cuando llega, –un domingo, cómo no– duda:
“Una parte de mí quiere que mi padre me deje ahí, mientras otra parte desea que me lleve de vuelta, a lo conocido.”
Hacia el final de la novela, cuando su padre está de regreso para buscarla, en una prosa perfecta que acompaña y potencia la carrera de la niña hacia los brazos del hombre que la cuidó, oímos sus pensamientos:
“Mi corazón ya casi no siente que está en mi pecho sino en mis manos, y eso es lo que estoy llevando a toda velocidad, como si me hubiese convertido en la mensajera de lo que está sucediéndome internamente.”
Un verano de transformación, de aprendizaje, de volver a mirar lo propio habiendo mirado el dolor de otros. Hay una adaptación al cine, The quiet girl, que todavía no he visto.
El verano, puede también ser tórrido, asfixiante, lo sabemos. En Nadie nada nunca el escritor santafesino Juan José Saer (1937-2005) narra uno de esos veranos plomizos en el que el clima de inminencia suspende las facultades.
En la gran esfera blanca del día, llameante, la ciudad se consume, se agosta, crujiendo sin sin embargo crepitar. ¿Volverá, por fin, como antes, el otoño?
A veces, lo mejor que puede pasarle a un verano, es que, por fin, acabe.
El verano, ya lo dijo la poeta peruana Blanca Varela,
el verano trae lo perdido.
Y en otoño, ese empezar a vérselas con la paciencia, en otoño la vida calla. Porque anida.