Son los primeros versos de un clásico: Caballo Viejo. Por la vía del encuentro fortuito entre una potra alazana y un caballo viejo y cansa´o, el compositor Simón Díaz (1928-2014), un tótem de la música popular venezolana, merodea esos instantes fecundos en que lo inesperado adviene.
Si cambiáramos amor por escritura, los versos seguirían funcionando. No siempre, pero a veces, uno no se da ni cuenta y de pronto anda con algo que pide ser escrito.
Podemos pensar la escritura como acontecimiento, como irrupción.
Nunca se sabe por dónde puede venir un brote nuevo. Puede ser una canción que golpea en lo más grueso de la coraza, un recuerdo que nos agarra de la nuca y no nos suelta hasta verse escrito, palabra por palabra, en una página hasta ese momento inmaculada. La escritura acecha, indómita.
Soñar, escribir
A veces se trasviste en un sueño. Ya hemos hablado aquí de los vasos comunicantes entre sueño y escritura, fértiles, nutricios. Al despertar, no hay manera de sacarse de encima la atmósfera del sueño: los colores ocres tirando a marrones, el muchacho flaco, la barba de varios días que no llega a ser barba, un descuido más bien, un signo más del desgano, de la derrota.
En el sueño no es un hombre derrotado es sólo un hombre flaco, con barba de varios días.
Pero las palabras dicen ¡presente!, se empujan, entregan el adjetivo como quien le pone la correa al perro. No para salir a pasear, para que no moleste más. El del sueño es entonces un hombre derrotado.
¿Qué hace ese hombre deambulando todavía en la vigilia? ¿Cómo resistir la tentación de darle un universo que lo reciba? ¿Cómo evitar sentarse a escribir sobre él?
Tiene cuarenta años más o menos. La vida, que él creía tan llena de magnolias, le quitó todo, hasta el amor de la mujer que lo había querido sin condiciones. Su derrota no es no haber querido, su derrota es no haber osado. De la cobardía, dicen, nadie vuelve sin magulladuras.
Pero antes de la constatación de la flacura y del descuido, de la debilidad -otra correa-, el soñante abrazó ese cuerpo. Ahí había huesos. Y algo más, algo entre la espalda y las costillas. Un desnivel, una hendidura. Cuando después de mucho andar el flaco dice lo que dice, sobreviene el día. Será un despertar cansado, el que sueña, y soñando es, no pudo dormir bien anoche. Un despertar que se parece a un hombre flaco, vencido, arrastrando un tronco de copa frondosa tras de sí. Mírenlo. Viene solo por el medio el asfalto negro, se arrastra a sí mismo en ese árbol que arrastra. Las hojas verde tilo sobresalen diáfanas, intactas, desmienten el tronco sin raíces.
El hombre, el tronco, todos los años que erró en silencio. Así llega la escritura.
Vivir, escribir
Cuando el amor llega así de esta manera
uno no tiene la culpa
Así de esta manera. Alguien dice una palabra, una cualquiera, inocente, sin pretensiones. Una palabra en el medio de la oración más trivial -nadie anda por ahí recitando palabras sueltas, la vida de todos los días exige frases, triviales en su mayor parte-, y entre esas frases, la chispa.
¿Te caliento un plato de arroz?
Abramos la ventana, que entre aire.
No sabía nada.
Hicimos un trabajo minucioso.
Parece que va a llover.
¿Minucioso? ¿Dijo minucioso el médico forense que habla en la radio? Dijo, sí. La palabra minucioso trae camuflada otra: filigrana. Y entonces la filigrana no suelta al escribiente, lo lleva a la página, tiene que escribir que la filigrana es una técnica de orfebrería artesanal. Pero eso a quién le importa. Importan más los dedos, esos dedos. Las yemas de los dedos distinguen pequeñas partículas de oro mezcladas en el barro. La mansedumbre del oro entre los callos del barro.
A Vidal lo trajeron engañado. Le dijeron que un tío del padrino de la más chiquita lo iba a recibir en su chacra, que iba a ser el encargado de cuidar los caballos. Pero desde que llegó no hace más que pasarse siete, ocho horas metido hasta la cintura en el río. A pesar del calor, se le congelan los pies, le escuecen las manos.
El jefe habla de plata -de lana, de pasta, de guita, de tarasca, Vidal no sabía que hubiera tantas maneras de nombrar al dinero-, pero él no ha visto ni una moneda hasta ahora. Por eso, cuando sus dedos ya duchos resbalan sobre la pepita gruesa como las cerezas confitadas que su mamá le ponía en las tortas de cumpleaños cada año, no lo duda. Imaginó muchas veces la escena, ahora le toca actuar, robar.
Así llega la escritura, y uno no se da ni cuenta.
Escribir, trabajar
El cantautor canario Pedro Guerra compuso Cuando Pedro llegó para el nacimiento de su hijo. Algunos de sus versos dicen:
Hubo fiesta en las flores
se inundaron los cauces
de todos los ríos
(…)
Se brindó en las tabernas
se encendieron farolas
en pueblos perdidos
y las musas brindaron canciones
cuando Pedro llegó.
En las estrofas quedan anudados el nacimiento del hijo y la inspiración. Y uno no se da ni cuenta. Algo entre la espalda y las costillas se sobrecoge, aletea como un pichón que busca el vuelo por primera vez, pide ser escrito.
Cuando la escritura llega así de esta manera uno no se da ni cuenta.
Durante años tuve en una caja en la que guardo cosas valiosas, el recorte de un largo poema de Cortázar. Había salido en la revista del diario que compraban en mi casa. Iba ilustrado con una chica en bicicleta. Yo trabajaba y estudiaba sociología, viajaba mucho en colectivo, andaba en bicicleta, no sabía muy bien nada. Tuve que arrancar las páginas de la revista y guardarlas.
El poema es la contracara de la inspiración que irrumpe. Su desafío, su pechada. Se puede partir de cualquier cosa pero después hay que llegar, dice de entrada.
Se puede partir de cualquier cosa, una caja de fósforos,
un golpe de viento en el tejado, el estudio número 3 de
Scriabin, un grito allá abajo en la calle, esa foto del
Newsweek, el cuento del gato con botas,
el riesgo está en eso, en que se puede partir de cualquier
cosa pero después hay que llegar, no se sabe bien a qué
pero llegar,
Después hay que llegar, Julio Cortázar.
*fragmento
La escritura puede llegar de cualquier manera, y uno no tiene la culpa. Después, y antes, hay que trabajar.