Es todo lo que tengo, compañero, y acá está

Es todo lo que tengo, compañero, y acá está

En mi mesa de luz, el caos que soy.

Un cúmulo de fijaciones y pendientes. Libros en dos pilas desordenadas, un conjunto heterogéneo de anhelos e intereses que crece y se expande. A veces creo, incluso, que se multiplica en silencio por las noches. Tapas duras, blandas, colores, tipografías, editoriales. Carátulas hechas con fotos, con acuarelas, con nombres propios, papeles de distintas texturas. Manchas de mate entre las páginas, señaladores improvisados con lo que tenga a mano: la cuenta de la farmacia, una hebilla, el cartoncito que me sellan en la heladería del barrio cada vez que tomo un helado -y que nunca llego a completar hasta conseguir el cucurucho gratis porque, claro, lo uso para otras cosas-.

Imagino la mesa de luz como un ars poética, esa declaración de principios, esa fotografía que dice quién soy en una superficie de cuarenta por treinta centímetros de caoba. En metros cuadrados, poco, muy poco. Algo así como: es todo lo que tengo, compañero, y acá está.

Pero la mesa de luz es también un manifiesto, una tensión hacia el futuro, un documento literario de identidad que dibuja quién seré cuando termine -o cuando finalmente admita que no voy a terminar, al menos por ahora,- esos libros que se amontonan a mi costado cada noche, cada amanecer.  

Ya ves, yo quiero mucho.

Quizá lo quiero todo:

Lo oscuro de cualquier caer sin fin

Y el juego de luz de todo subir.

De “El libro de la vida monástica”, de Rainer María Rilke

No son pilas estáticas, ordenadas. Más que una postal de Pinterest, las dos torres de libros que se desmadran en mi mesa de luz parecen la trastienda de una cocina de alta rotación. La bacha llena; el agua, una mezcla de jabón y mugre. Y yo sin guantes.

Vida, del artista plástico argentino Luis Felipe Noé.

Los libros van y vienen. Algunos salen definitivamente de la mesa de la luz para volver a la biblioteca de la sala. O pasan a las manos de algún amigo a quien le recomendé con tanto fervor el último que leí que no puede más que aceptar el talismán. Como préstamo, ¿eh? Otros salen por un tiempo pero terminan volviendo. Porque los quiero releer, porque recuerdo haber subrayado algo que ahora me resuena o me chirría, porque en tándem con tal otro que estoy leyendo propone algo nuevo. La mesa de luz, con su velador y sus cuatro patas enanas, soporta cada libro en sí mismo, y el concierto que arman todos juntos. Desvaríos de amorosa pasión, como los besos que evoca Gabriela Mistral.

Algunos libros se quedan durante meses en la mesa de luz, sin que atine a abrirlos. Porque “tengo que” leerlos, pero no quiero. Porque quiero pero no puedo – un no puedo hecho de alguna de las variables de siempre: falta de tiempo, dificultad para entrar en el pacto que el libro propone, alguna disonancia con el lenguaje, o el tema, o el tono o lo que sea, por fiaca, por interferencias-. Porque llega otro de regalo o por recomendación o como hallazgo impostergable en alguno de mis paseos por librerías y le adelanta el turno.

Varios de los libros que se apoyan en mi mesa de luz llevan un lápiz adentro, lo que hace que los desniveles proliferen y el equilibrio inestable sea la norma. Arenas movedizas otra vez, sí. A veces hay caídas épicas. Entonces descubro que ese libro que estuve buscando por toda la casa y que di por irrecuperable -¿a quién se lo habré prestado?- estaba ahí, al lado mío, esperando con paciencia budista que mis ojos llegaran hasta él. Otras veces son caídas por partes, como un derrumbe en cámara lenta. Cuando levanto los escombros del suelo, el orden y la combinatoria de los libros cambió.

No hay criterio en ese orden. Los libros están como llegan, como se reacomodan después de una caída, de una salida. De una llegada. Pasa igual con los géneros. En mi mesa de luz la poesía convive con el ensayo, la novela y los cuentos, en un espacio que los contiene a todos sin ránking ni predilección. Por épocas, un género gana espacio y desplaza a los demás. Como los doshas de la medicina ayurvédica, cada desequilibrio tiene su lema.  

Mesa de luz desbordada de ensayos, para entender. Desde este mundo que se me hace cada vez más ajeno hasta los vericuetos del alma humana. Desde América Latina hasta el amor. Lo que sea, pero entender.

Mesa de luz con kilos de novelas, para evadirme de esta realidad entrando a otras. Para ampliar los límites de los mundos posibles, de mis conocimientos chiquitos y sesgados, para escuchar los ecos de otras lenguas, para que me lleven de la mano y me muestren un sistema único.

Mesa de luz con libros de cuentos a montones por el gusto de la perfección, el deleite -que es gozo y adrenalina- de acercarme al mecanismo, dejarme llevar por la tentación de las palabras y su sonoridad.

Mesa de luz desbocada de poetas, porque la poesía es lo único que importa, la poesía me -nos- salva.

Cuando abro los ojos y veo el desbalance, trato de barajar y dar de nuevo.

Obra de Luis Felipe Noé, detalle.

Entonces me prometo que mi mesa de luz va a ser una abarcable, más un plan que un caos, más un mapa que un coro. Pero a los pocos días, mis intenciones son barridas por el peso de las manías, por el gusto de la multiplicación.

Miro a mi mesa de luz como se mira a una foto de juventud. No con la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, como canta Gardel, sino con la ternura cierta de haber hecho lo que pude, con fervor. Un Cv provisorio que habla de las permanencias, claro.

Curriculum vitae

digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera
que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra
tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora.

De la poeta peruana Blanca Varela.