NOSFERATU (2024): reescribiendo el mito

NOSFERATU (2024): reescribiendo el mito

Dirigida por Robert Eggers

La adaptación más fiel al libro de Bran Stoker (publicado en 1897) es la que realizó Francis Ford Coppola, donde el director acentúa el romanticismo incorporando un comienzo y un final diferente al libro Drácula.

En relación a Nosferatu (2024) es claro que existe tensión sexual en esta especie de triángulo amoroso entre el Conde Orlok, Ellen y Thomas Hutter. Estamos hablando de un vampiro que ha sobrevivido cientos de años sobre la faz de la tierra y eso lo emparenta con lo eterno.

La novela y el personaje de Stoker van tras esa eternidad y en ese sentido se trataría de una novela gótica donde se mezcla el terror, la muerte y el amor. Estos tres aspectos serían eternos, en cambio Eggers se inclina no tanto por lo romántico, sino que opta por lo sexual, son evidentes los orgasmos que experimenta Ellen, quizás el mejor personaje del filme, muchas veces al borde del suicidio, será esa sexualidad la que subyugue al Conde Orlok.

El personaje de Bill Skarsgård es más rudimentario, es el mal personificado, sin ningún matiz, aparte que el maquillaje impide cualquier expresión facial. Primera adaptación de Drácula donde el vampiro no es el eje de la narración. Importan más las tribulaciones de Ellen, mientras su marido está desesperado durante todo el filme, salvo cuando hace el amor con su esposa, ella bajo el influjo mental de Orlok.

No motiva particularmente la voz gutural al estilo Batman, plana en todo momento y se podría decir que los efectos de sonido apelan al clásico cine de sustos con vientos susurrantes y cortes abruptos.

La puesta en escena es la protagonista de esta película, hay encuadres alucinantes, pero subrayo el desbalance entre la proeza estética de la imagen y un sonido más convencional, unido a una dirección de actores no particularmente inspirada.

Eggers hace un homenaje al cine de Murnau (el Nosferatu de 1922) en el juego de sombras, pero no le hace justicia al “expresionismo alemán” donde las emociones se dejaban sentir en los rostros de los actores.

Siento predilección por el Nosferatu (1979) de Werner Herzog, ese bruto de Klaus Kinski (alter ego del director) que era demoniaco y oscuro a la vez que un vampiro que sufría por las carencias de su existencia. El Nosferatu de Eggers, en cambio, representa el mal a secas, una visión maniquea a ratos simplona. El significado de los símbolos alude a lo terrorífico, no a la vida eterna y ni asomo por algo más trascendente.

El Drácula (1992) de Coppola es mucho más rico en matices, hay sensualidad detrás de lo sexual, incluso rejuvenece cuando está fortalecido y su origen en la edad media adquiere mucho sentido. Explica en segundos por qué se apartó del catolicismo al beber la sangre proveniente de la cruz.

Las imágenes de Eggers se enmarcan bien dentro de la corriente gótica, pero el montaje no es esa maravilla que aportó Coppola con esos fundidos y transiciones tan fluidas. Las escenas de Eggers son irregulares porque el guion es algo flojo, unas escenas magníficas y otras sin mayor contenido.

Personalmente, insisto en que la sexualización no le viene demasiado a la historia de Nosferatu, seré purista, pero siento que la visión de Eggers es muy contemporánea, se aleja de lo sensual e incluso incursiona en imágenes más propias de la pornografía. Sé que estoy exagerando, pero me gusta ese vampiro interpretado por Klaus Kinski. Expresa debilidad cuando succiona la sangre de Isabelle Adjani, existe la pulsión sexual, pero hay desquiciamiento en ese rito, algo semejante a un sentimiento más profundo.

Eggers pretende conjurar al mal en los primeros minutos, una sinopsis de lo que vendrá, introduce al vampiro de inmediato, una forma de abordar el cine de terror que pocas veces funciona. El mejor Alien (1979) es el octavo pasajero, de Ridley Scott, terror espacial para el caso, pero terror del más puro al insinuar toda la maldad del monstruo a lo largo del metraje para sólo presentarlo al final. Esa voz gutural del Conde Orlok, omnipresente desde el principio con esa aparición tosca y brutal, sobredimensiona la maldad que se desplegará en las dos horas siguientes. Queda bastante claro el poder de sugestión sobre la víctima, pero la cinta no sugiere una fuente del mal, cuya oscuridad se diluye por la falta de claroscuros y una actuación opacada por las prótesis. Al dar tanta connotación sexual al mito de Drácula, se echa de menos algún rasgo freudiano para resolver la ecuación.

Eggers no está a la altura de sus cintas anteriores, más logradas y equilibradas, donde El Faro (2019) destacaba por su simbología profunda, lo mítico de la historia y unos actores en estado de gracia, tal como ocurría en La Bruja (2015).

El Faro contenía diálogos afilados y evocaba cosas oscuras, acaso míticas que daban soporte a las imágenes más abyectas y sórdidas. Había brutalidad y un juego de poder entre dos hombres que se enfrentaban a una naturaleza desafiante. Toda esa crudeza filmada en blanco y negro, en formato cuadrado, transportándonos a un cine mudo pretérito inspirado en el expresionismo alemán.

Quizás Eggers quiso ser demasiado fiel a la obra original, no me refiero a la novela, sino al Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau. Puede ser que el guion debía respetar la historia, pero es indudable que en El Faro tuvo mayor acierto al invocar al cineasta alemán.

En esa cinta fuimos testigos de algo ancestral, del castigo de Prometeo por robar el fuego de los dioses. Construyó un mito fetichista de pulsiones atávicas. Su edición crispada también hacía referencia a lo sexual, aunque dotó a la historia de trascendencia, muy relacionada con los dioses, pero definitivamente las entrañas del personaje eran carcomidas, ya no por un águila, sino por las gaviotas que habitaban ese peñasco ubicado al fin del mundo y de los tiempos.

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