Noches de Leyenda: la despedida de Price

Noches de Leyenda: la despedida de Price

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Noches de Leyenda: la despedida de Price

Es la noche de un jueves. El del 3 de enero de 1985. Retransmisión de televisión desde el Metropolitan de Aida. Reparto con mucho de la vieja escuela: Simon Estes como un Amonasro poderoso y rocoso, de arrolladora presencia escénica. Fiorenza Cosotto como una regia Amneris (cantó tanto este papel que la estudian en Historia del Antiguo Egipto) y un James McCracken como un Radamés que, bueno… no iba a tener el día.

Pero por encima de todos está la soprano. Leontyne Price como Aida. La esclava etíope que hija de reyes. Es la noche de su despedida. La última ópera que cantará en escena es aquella que hizo suya durante casi 25 años y la convirtió en leyenda de la lírica.

Minuto y resultado: 88 minutos de ópera. Los egipcios se han impuesto a los etíopes en el derby del Nilo. Eso les pasa por venir pidiendo guerra. Además han apresado a Amonasro, el padre de Aida (también rey y cabecilla del equipo invasor, aunque todavía los egipcios no lo han descubierto) Por si fuera poco para la protagonista el faraón Ramfis ha declarado que el bueno de Radamés va a obtener la mano de su hija como mejor tenor de la batalla. Sí. Ese fue el día en el que Aida descubrió a Murphy y sus leyes.

Comienza el tercer acto de Aida. Verdi en todo su esplendor. Posiblemente uno de los más bellos que escribiera el maestro y eso es colocar ya el listón a gran altura. Se escuchan cantos invocando las bendiciones de los dioses para la boda de Radamés y Amneris. Para Aida es la continuación del doloroso final de la Marcha Triunfal del segundo acto. La prueba de que lo ha perdido todo. Pero esto es ópera. Si eres soprano aquí has venido para sufrir.

Su mente vuela a una última esperanza, que aparezca Radamés (¡Radamés vendrá aquí! ¿Qué querrá decirme?) pero también la atenaza el miedo ¿y si viene para despedirse de ella? Si es así lo tiene claro: el Nilo será su tumba, nunca volverá a ver su patria. Es el inicio de una de las romanzas más bellas de soprano que escribiera Verdi. El ‘O patria mia’ es nostalgia y melancolía que fluye suave, como las aguas tranquilas de un río. Pocas (muy pocas) mujeres la han cantado como la soprano que ahora se encuentra en el escenario del Met.

No fue una carrera fácil. La de ninguna gran diva lo es. Es necesaria la suma de talento, esfuerzo y suerte. Pero para una mujer de raza negra del Sur de Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX no era subir una montaña. No. Era escalar toda una cordillera arrastrando una mochila llena de piedras y gente poniéndote la zancadilla.

No todas pudieron lograrlo. Pese a su talento. Sí que hubo cantantes líricas de color antes que Price: Taylor-Greenfield, Dobbs, Allen, Selika Williams, Jones (la primera en cantar en el Carnegie Hall) pero siempre fueron vistas como anécdotas puntuales. Un entretenimiento. Pero los grandes papeles seguían siendo sólo para blancos.

Tuvo que ser la contralto Marian Anderson quien con su arte abriera la primera grieta en la muralla. Fue la primera afroamericana en cantar un papel solista en el Metropolitan interpretando en 1955 a Ulrica de ‘Un ballo in maschera’. Anderson fue legendaria gracias a su espectacular voz, enorme talento y como luchadora infatigable por los derechos civiles. De ella dijo Betty Allen que “es la madre espiritual de todos los cantantes líricos negros”. En 1939 le prohibieron cantar en el Constitution Hall ya que era sólo para ‘artistas blancos’. Horrorizada Eleanor Roosevelt organizó un concierto público en la plaza del Monumento a Lincoln que congregó a 75000 personas. Un momento lleno de simbolismo.

 

Una pequeña anécdota. El primer hombre en ostentar el mismo honor que Anderson fue el barítono Robert McFerrin (padre del mucho más conocido Bobby McFerrin) cantando en 1955 el papel de Amonasro. Sí. Un cantante de raza negra haciendo de rey etíope no es que sea un triple salto sin red, pero no quita valor a la apuesta de Rudolf Bing (como ‘viudo’ de la Callas es lo mejor que puedo decir de él).

Es esos Estados Unidos de segregación, de mesas para blancos y los negros al fondo del autobús en el que nació Price. En Laurel, una pequeña ciudad (menos de 20000 personas en la actualidad) en Misisipi. Su enorme talento ya era apreciable desde muy pequeña. Con gran acierto para la historia de la ópera sus padres se volcaron para que pudiera optar a la mejor formación posible. Cambiaron el gramófono por un piano y demostró que era tan hábil con él como cantando.

Eso llevó al siguiente paso en su carrera. Su tía trabajaba para los Chisholms (una de las grandes familias, blancas, de la pequeña ciudad) y los puso en contacto. Quedaron alucinados por el talento de la joven Price. La acogieron casi como una de los suyos. Se sumaron con fervor en su camino hacia la cumbre financiando sus estudios. Primero en la Universidad Estatal y luego tras conseguir plaza en la mítica Juilliard.

En ese sendero a la gloria contó también con la energía y ayuda de otro de los grandes mitos de la lírica en Estados Unidos: Paul Robeson (uno de esos bajos profundos y rocosos que cuando cantan parece que lo hacen con las tablas de la ley en la mano y mirada castigadora de pecadores) organizó un recital para recoger fondos y que Price pudiera seguir estudiando.

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La promesa ya era una realidad incuestionable. Su talento brillaba como una estrella naciente. Sólo le hacía falta una oportunidad. Sólo una para demostrar al mundo que iba a ser la Prima donna de toda una generación.

Pero, una vez más, no iba a ser fácil. La NBC anunció su contratación como Floria Tosca para una emisión de la ópera. La que se lío. Una mujer de raza negra cantando el papel de una mujer blanca. Un ultraje. Sonaron las cornetas del apocalipsis racista muy ‘sensibilizado’ por el avance de la igualdad de derechos. Aún era 1955 y en muchos estados la segregación era lo normal (Sólo un año antes la Corte Suprema de los EEUU había decidido que separar a niños blancos y negros era inconstitucional).

Afortunadamente la NBC resistió. Apostó por el talento y soportó las presiones, las cancelaciones de publicidad y de suscripciones. Imagínense por un momento la presión a la que se veía sometida Price. Se lo jugaba todo. Su primer papel protagonista en una gran ópera (Ya había cantado el papel de Bess por decisión del propio Gershwin, pero no es lo mismo que cantar el papel de una mujer negra que cantar como soprano el papel de una soprano) sabiendo que decenas de miles de personas esperaban que fracasara para hablar del ‘orden natural de las cosas’.

Pobres.

Tendrían que seguir esperando. Fue la primera gran noche de gloria para Price. La primera de las muchas que viviría como Tosca durante décadas. No es la grabación de esa función, pero (aunque sea en inglés) nos permite ver la magia de su voz en aquellos años

 

Esa noche su voz brilló con tanta intensidad que llamó la atención de todo aquel que tuviera oído, corazón y no llevara una capirote blanco en la cabeza (o lo tuviera escondido en el armario) Entre sus nuevos admiradores había uno con el poder de colocar una estrella naciente en el firmamento: Herbert Von Karajan. La lleva a Europa. Ocurre lo esperado: se suceden los éxitos para Price. Suma noches arrolladoras en todos los templos sagrados de la ópera: Ópera de Viena, Covent Garden o Scala. Los teatros que hace pocos años han gozado (que es un término mucho más apropiado que escuchado en este caso) de las noches más refulgentes de Tebaldi, Caniglia, Sayao, Stella, Milanov, Gencer, y Callas se rinden a los pies de una soprano del sur de Misisipi.

Había llegado el momento. El debut soñado. 27 de enero de 1961. La primera soprano de color para un papel protagonista en el Metropolitan. Noche de leyenda. Reparto de ensueño para ‘Il Trovatore’: Corelli como Manrico (que también debutaba en el Met esa noche) Merrill como el Conde de Luna. Price se enfrenta a una triple amenaza. Dos cantantes descomunales. Poderosísimos. De enorme presencia escénica. Su voz corre tronante por todo el teatro. La legión del capirote blanco sigue haciendo ruido y protestando (pero cada vez menos, ahogados por los triunfos de Price en Europa) y sueña con un fiasco de la soprano. Pero ya sabemos que los retos le van a Leontyne y esa noche va decidida a dinamitar el último muro del racismo en la lírica de su país.

Vaya que sí lo hizo. No lo dinamitó. Lo volatilizó. Su actuación es tan espléndida que deja pequeño cualquier adjetivo. No hay forma de definir la alta cota que alcanzó su canto esa noche. Puede que sólo una: los 40 minutos de aplausos de un público en éxtasis. Un récord aún inigualado en el Met. Había sido un largo camino, pero la Reina había llegado a casa.

El vídeo suma las dos arias de Leonora en Il Trovatore: ‘Tacea la notte placida’ y ‘D’amor sull’ali rosee’

 

Me voy a convertir en un campeón de la elipsis (sí, como Tarkovsky) La primera noche en el Met nos lleva a la última. Más de 200 funciones. 16 personajes. De Leonora a Aida. Siempre Verdi. Volvemos a la noche del 3 de enero de 1985. Han pasado poco más de 7 minutos. Price finaliza la romanza por última vez. Se desencadena una ovación que es una avalancha tronante de aplausos. Una locura. El público enloquece. Aplauden lo vivido. Bravean a toda una carrera que finaliza esa noche. Es la despedida de un icono que dio voz a Leonora, Cio Cio San, Lidoine, Cleopatra, Liù, Manon Lescaut, Carmen, Bess, Ariadne, Alice, Tosca o Aida. A la mujer pobre y humilde de raza negra que desde lo más profundo del Sur del Misisipi conquistó el mundo de la lírica. Con ella el color de la piel ya no definía un papel. Fue la artista que que batalló y superó al racismo en cada curva del camino.

 

Es esa mujer que se emociona ante todo ese aplauso. La reina se llena de lágrimas. Se arrodilla en su escenario. Ante su público se lleva la mano al pecho. En su última gran batalla también había vencido.

 

Escrito por Don Giovanni

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