Se escribe con el cuerpo.
Y se escribe del cuerpo.
La semana pasada vi la ópera prima de la joven directora sevillana Sandra Romero, “Por donde pasa el silencio.” Una película sobre lazos familiares, sobre desorientación y drogas, sobre fraternidad. Pero fundamentalmente, una película sobre lo que no se dice, sobre lo que las familias callan, sobre lo que cada miembro sostiene sin palabras. Como dice la voz narradora de Cicatriz, de Sara Mesa: El silencio entre ellos se adensa, se hace irreparable.
Y en el centro de ese grito silencioso, un cuerpo. En el caso de la película, el cuerpo con cifoescoliosis de uno de los hermanos, Javier. Una columna díscola, sinuosa, en rebelión. Que no da tregua, que clama por ser lo que es: la arquitectura torcida que vertebra una vida. Y que enmarca las decisiones de padres y hermanos. El único de los tres hermanos que salió del pueblo para ir a trabajar a Madrid, Antonio, vuelve para el ritual de la Semana Santa. En ese volver a estar todos juntos, la marea crece. La hermana lo advierte: No te dejes atrapar, que acbas de llegar. Es que el sistema familiar, el de la familia que retrata la película, y el de cualquier familia, puede funcionar como tela de araña. En ese doblez. Como si una de las líneas de Marta Sanz en pequeñas mujeres rojas sostuviera el andamiaje del guión:
En algunas familias el recuerdo va por temporadas: hay épocas de no recordar, no recordar, no recordar, y otras de hacerse daño con los detalles pequeños.
Como si pudiera olvidarse lo evidente. Como si los detalles pequeños pudieran desplazar al dolor del centro de la escena.
La risa, ese llanto atragantado
Para retratar el dolor, y el silencio, la directora pone en juego, entre otros, dos recursos certeros, potentes: la cámara cerca, muy cerca y el humor. Como sostiene la crítica literaria argentina Ana Zubieta, el humor es «una manera de narrar las diferencias». Estamos ahí en los ataques de abstinencia por el opioide que Javier no consigue pero tiene que tomar para hacer frente al dolor, estamos ahí cuando los hermanos se dicen en susurro algunas verdades, estamos ahí cuando la rabia los hace abalanzarse el uno sobre el otro y también cuando una broma, un chiste, un desvío desbarata la bomba que creímos iba a explotar. Porque las familias, ya sabemos.
Un día seremos el cráter de una bomba es el primer verso de uno de los poemas de Balada para una prisionera, del periodista y escritor argentino Martín Rodríguez. Allí también escribe:
conozco la bomba por dentro
y nunca corté el cable.
He ahí un gesto último: conocer el mecanismo, pero no hacer uso de ese saber. La familia de Javier conoce el dolor desde dentro; la madre, el padre, la hermana y el hermano, con sus acciones -torpes, exageradas o clandestinas- se aferran al cable.
Y Javier, Javier quisiera que la bomba explote de una buena vez, que algo se calme, aunque en el camino, las esquirlas incendiaran lo poco que queda. Porque, como escribe Lina Meruane en El sistema nervioso: …a veces el cuerpo tiene sus propias ideas. Sus desquites. Sus ataques por la espalda.

Pág. 47 del Diario de Frida Kahlo
En primera persona
En La mujer temblorosa, Siri Hustvedt se pregunta ¿en qué momento una dolencia se confunde con la persona? El libro es la búsqueda -¿infructuosa?- de una explicación para eso que, más allá de los avances de las neurociencias, tal vez continúe siendo un misterio: psyché, el alma humana.
La escritora consagrada va a dar un discurso en la Universidad donde enseñó su padre. No es la primera vez, pero esta vez su padre ha muerto hace pocos meses. Ella preparó su discurso, se siente honrada de poder hacer ese homenaje a su padre. Sube al atril, ubica las hojas donde lleva escrito lo que va a decir, mira al público, y entonces: Lancé mi primera frase y, a continuación, empecé a temblar descontroladamente de la cabeza a los pies. Mientras temblaba, cuenta Hustvedt, hablaba impertérrita, ajena a cualquier emoción. “El temblor cesó en cuanto dejé de hablar”
¿Qué hace un cuerpo doliente con la identidad? ¿La descentra, la resume, la organiza? Hustvedt escribe:
Yo tenía la sensación de aquella mujer temblorosa era y no era yo al mismo tiempo.
¿Cómo se narra ese proceso único, singular en el que un yo hace las paces, o la guerra o niega o es deglutido por un cuerpo hablante? ¿Cómo cuenta la ficción el camino -siempre en despliegue- de subjetivación de un diagnóstico? Un diagnóstico no es más que una etiqueta sobre un cuerpo, leemos en El sistema nervioso, de la chilena Lina Meruane. La etimología de diagnóstico guarda en su devenir la acción de distinguir, discernir y de conocer. Si la medicina tiene sus maneras de conocer, sus criterios para distinguir un malestar o una condición de otra, cada persona tiene la suya, hecha de su idioma singular. Callar, mentir, ocultar, negar. Pero también exponer, ahondar, hurgar, hacer sangrar la herida. En todos los casos: narrar, contarnos una historia sobre el mal que el cuerpo sostiene. O que sostiene al cuerpo.
Hacia el final de Cicatriz, leemos: la mentira es esencial porque la verdad es incomunicable.
Los silencios son a veces, una de las formas de la mentira, esa necesidad. La ficción es otra de sus formas. En la literatura hay personajes que padecen dolores -tantas veces asociados a la vergüenza, a la otredad- y hay autores que hacen con sus propias cicatrices, lo que saben: escribir.

Dibujo de Frida Kahlo en su diario
En Clavícula, Marta Sanz le hace escribir a la narradora, que adivinamos tan cerca de ella:
“A lo mejor este cúmulo de palabras no es más que (…) una manera de apaciguar un dolor anticipándolo. Quiero domar el dolor como si fuera un animal salvaje. Prefigurar la dentellada amarilla.”
El cuerpo en que nací, de la escritora mexicana Guadalupe Nettel, comienza así:
“Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho. No habría tenido ninguna relevancia de no haber sido porque la mácula en cuestión estaba en pleno centro del iris, es decir, justo sobre la pupila por la que debe entrar la luz hasta el fondo del cerebro.”
Los médicos le indicaron que usara un parche en el ojo. La narradora, que es la autora, dice: Llevarlo me causaba una sensación opresiva y de injusticia.
Los dolores oprimen siempre. Padecerlos, es siempre una injusticia. Contarlos, ordenarlos en una ficción, discernirlos desde la lengua propia no los alivian ni los redimen, pero los alejan de lo que no tiene nombre: el trauma. Encontrar la manera de narrar el dolor es abrir la jaula y entonces sí, medirse frente a frente con el deseo de volar.