A veces la historia cambia en un solo amanecer. El 16 de octubre de 1793, en una fría mañana parisina, una mujer subió al cadalso con la cabeza erguida y el paso firme. No llevaba corona ni joyas, solo el peso de un nombre: María Antonieta.
Durante años había sido reina, símbolo de lujo, blanco de odios y rumores. Pero en aquel instante, ante la mirada del pueblo que antes la había aclamado, se convirtió en algo más profundo: la representación del final de un mundo.
Francia, en crisis
A finales del siglo XVIII, Francia estaba en una profunda crisis política, económica y social. El descontento popular crecía ante las desigualdades del sistema feudal, la presión fiscal y el despilfarro de la corte.
María Antonieta, nacida en Viena como archiduquesa de Austria, fue vista por muchos franceses como una extranjera frívola y despilfarradora. Su imagen fue utilizada por los revolucionarios para personificar los excesos de la monarquía y la insensibilidad ante el sufrimiento del pueblo.
El estallido de la Revolución Francesa en 1789 puso fin a siglos de monarquía absoluta. La toma de la Bastilla, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y la abolición de los privilegios señoriales cambiaron para siempre la estructura social francesa. Sin embargo, la familia real intentó resistir. En 1791, protagonizó la fallida huida a Varennes, lo que agravó la desconfianza y el odio popular hacia los monarcas.
La caída de la monarquía y el arresto de María Antonieta
El 10 de agosto de 1792, los insurgentes asaltaron el Palacio de las Tullerías y arrestaron a la familia real. Luis XVI y María Antonieta fueron recluidos en la Torre del Temple, bajo vigilancia constante.
La monarquía fue abolida oficialmente poco después, y Francia se convirtió en una república. La reina, ahora simplemente “la viuda Capeto” tras la ejecución de Luis XVI en enero de 1793, se enfrentó a una situación desesperada.
Durante su encarcelamiento, María Antonieta fue sometida a condiciones cada vez más duras. Se le prohibió el contacto con sus hijos y amigos cercanos, y su correspondencia fue vigilada.
Los revolucionarios la consideraban un símbolo del enemigo interior y exterior, ya que Austria, su país de origen, lideraba la coalición de potencias que amenazaba a la nueva república francesa.
Un juicio político
El juicio de María Antonieta comenzó el 14 de octubre de 1793 ante el Tribunal Revolucionario. Fue acusado de traición, conspiración contra el Estado, y de haber colaborado con potencias extranjeras para restaurar la monarquía.
Además, se la culpó de corrupción y de haber influido negativamente en la política francesa. El proceso fue sumamente parcial, marcado por la hostilidad, la falta de garantías legales y la presión política.
Entre las acusaciones más infames estuvo la de incesto con su hijo, el delfín Luis Carlos, una calumnia que causó gran conmoción. María Antonieta, con dignidad, rechazó el cargo ante el tribunal y apeló a la compasión de las madres presentes. Sin embargo, la sentencia estaba decidida de antemano: la reina debía morir para que la Revolución pudiera consolidarse y enviar un mensaje de fuerza y ruptura definitiva con el pasado.
La ejecución de María Antonieta
Fue llevada a la actual plaza de la concordia por una carreta conducida por su verdugo, Henry Sanson. Acompañada por el padre Girard párroco designado para su última confesión, confesión que rechazó al no ser un párroco elegido por ella.
Al filo de las 12:15 y tras llegar a la citada plaza, ella misma sin ayuda de nadie, pero con las manos atadas a la espalda. Sube a la tarima encima de la cual hay una guillotina que será su final.
Nada más colocarse en la misma el ayudante de Sanson le coloca el cepo que evitará que se mueva y poco después sin querer realizar discurso de despedida la cuchilla cercena su cuello cayendo la cabeza a los pies de Henry Sanson que la coge por los pelos y la levanta gritando “¡¡¡Viva la República!!!”.
Tras la rápida dispersión de los asistentes a tal espectáculo. Su cuerpo es llevado con la cabeza entre las piernas al cementerio de la Magdalena y recibe sepultura en una fosa común en la que, entre otros, están los restos de Luis XVI, su esposo.