Ella

Ella

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Te buscaré en esta vida, en la otra
y jamás lloraré…
Hasta la muerte, qué tonta!, lo sabe,
yo te encontraré…

(La eternidad, Antonio Martínez Ares, 2017)

Córdoba, 3 de marzo de 2018.

Ella fue una flor de mayo que, ya desde su nacimiento, tuvo una condena sobre su cabeza: nació y los médicos no daban un duro por ella, aquejada de una grave enfermedad pulmonar que amenazaba con sesgar su incipiente vida. Su padre fue a buscar a uno de sus mejores amigos al hospital -un viejo templo de provincias-, cargando con ella en brazos en un intento desesperado por salvar a su niña. Y sobrevivió. Sobrevivió con un medicamento indicado para adultos que le regaló una vida que parecía no destinada a ella.

Fue una niña obedientemente rebelde, danzando en esa bipolaridad típica de toda flor que empieza a brotar siguiendo los latidos e impulsos de la vida. Después de toda una etapa escolar enclaustrada en unas trenzas y unas creencias que no sentía como propias, decidió estudiar y darlo todo para convertirse en enfermera: quería ayudar, quería ser libre, quería poder decidir, quería…VIVIR. Y lo logró.

Se cayó directamente de la escuela al trabajo, moviéndose en una época convulsa: el viejo zorro de voz atiplada se moría, envuelto en una maraña de cables y catéteres, mantenido con maneras artificiales en una vida que ya se le había escapado. Ella tenía una mente liberada y moderna, aliñada por las doctrinas comunistas de su hermana mayor que era seguidora de un califa rojo que abogaba por lo social, por la salida del oscurantismo y que predicaba el fin de una época. El zorro murió antes de las navidades de todo un 75 y la flor, junto con otras flores jóvenes del hospital, pensó que era buena idea cantar villancicos esas navidades. Ella rió mentalmente mientras aguantaba el rapapolvo y hacía planes de cómo pasar ese merecido exilio haciendo compras y comiendo dulces.

La flor independiente tenía su cascajo amarillo, se compraba su ropa y salía siempre que podía y le apetecía. Incluso le sobraba para ayudar económicamente en su casa, que se había visto huérfana de padre y pasaba por bajas horas en cuestión de dineros. La libertad le trajo la trampa y la flor fue deslumbrada por dos hermosas luces verdes: como tantas otras de la época, un descuido la obligó a casarse y, nueve meses después, su primera hija nació. Dos años después ya eran dos y su vida corría: todo era bueno, todo les salía bien.

Cambió de provincia y crió a sus hijas cerca del mar. Trabajó en el servicio de cuidados intensivos y aprovechó otra gran oportunidad formando parte del equipo médico de un circuito de carreras: era joven, no importaba no dormir, no importaba el sacrificio, sabía que todo merecería la pena mientras que sus hijas crecieran fuertes y sanas. Aunque los cuentos no existen y pronto daría buena cuenta de ello. Los años noventa le trajeron un divorcio y la inquietud de regresar a sus orígenes para poner tierra de por medio: sus hijas no la entendieron, pero pronto lo agradecieron.

Las vió estudiar en la universidad. ¡Menudo cuarteto gaditano! Siempre juntas, siempre riendo, siempre felices y siempre con ese genio explosivo del que se quiere bien y no puede evitar un “pero” o un punto de vista a la labor ajena. Todo iba bien, lo iban superando, empezaban de cero.

La trampa del destino acechaba ya. No, no era un resfriado…y se extendió por su cuerpo como la pólvora. Fue con la frente alta y la cabeza al descubierto, tan disciplinada que sólo se permitía llorar en soledad. Se reía con su médico y explicaba asombrada que su soporte vital, sus hijas, eran la mejor medicina. Se reía tanto…tanto…que siempre se le olvidaba lo que tenía. Sobrevivió a doce horas sobre la mesa…y de esa primera batalla salió victoriosa, aunque la tregua no duró ni un año. Después ya no hubo paz.

El cielo de la flor empezó a nublarse y su mente se desdibujó. Empezó a preguntar por personas que ya no estaban, requerimientos sin sentido…y todo se precipitó. Dejó de andar. Dejó de moverse. Dejó de luchar. Tres meses de cuenta atrás para su despegue a las estrellas. Esa madrugada abrió los ojos y miró a sus hijas: se vió su miedo, quiso hablar y no pudo. Se volvió a dormir para ya no despertarse. Era el 2 de abril de 2015. Sólo 57 años…y los últimos ocho…casi sin paz.

Sus hijas le prometieron luchar y no rendirse. Le dijeron lo mucho que la querían, que se fuera tranquila, que todo estaría bien. Y después…la nada.

Hoy se trataba de exponer ejemplos y paradigmas de mujer, de esas que se escriben con letras capitales, fuertes y luchadoras, valientes y brillantes. Ella lo fue todo, lo es y lo seguirá siendo. Ella siempre será nuestra heroína, luchando desde la cuna y hasta el último momento. Después de casi tres años, ahora lo sé: no murió para que nosotras existiéramos. Ella. Mi madre. Teresa.

Escrito por Antonio Machado

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