De vez en cuando la lluvia

De vez en cuando la lluvia

El viento cambia. Entra frío, brioso. Ahora sí, las primeras gotas. Voy hasta el balcón. Abro la puerta-ventana de par en par.  No me importa mojarme, ni que entre agua. Quiero que las ráfagas de viento me den en la cara, que la clorofila y el olor de la tierra mojada entren, invadan la casa.

Son las 17:43. El viento anuncia que va a llover. Las copas de los árboles se mueven y esparcen su murmullo enfrente de donde escribo. Las ramas tupidas se bambolean. Hacia un lado y hacia el otro, hacia arriba y hacia abajo. Movimientos que distribuyen el cantar de las hojas verdes. Iba a ir al centro del pueblo a comprar unas cosas sin importancia. La belleza de que la naturaleza te impida un plan.

Vivo en una ciudad en la que nunca llueve. Podrá parecer extraño, al borde del Pacífico, pero así es. En Lima, nunca llueve.

De hecho, cualquier visitante que venga de una ciudad con temporadas de lluvia, al llegar a Lima por primera vez sentirá un no sé qué indeterminado que le llamará la atención. Sí, también lo que no se ve, lo no estridente puede llamar la atención. El visitante paseará con la sensación de estar viendo algo raro, algo de un lugar lejano y que al mismo tiempo no puede descifrar. Hasta que le salta a la vista lo que siempre estuvo ahí: no hay alcantarillas en las calles y los techos de las casas son todos planos. Porque claro, en Lima nunca llueve. No hace falta un sistema de evacuación rápida de las aguas ni techos a dos aguas que eviten que el agua se empoce. Tampoco hay aleros en los que guarecerse, ni en los que besarse cuando llueve.

De vez en cuando, a veces durante varios días seguidos cae algo como un rocío permanente o si los cielos desataron su ira, una garúa que apenas alcanza a dejar las veredas resbaladizas.

Por eso, cada vez que estoy de viaje y tengo la suerte de que llueva, celebro como una campesina después de largos meses de sequía, como chamana de una cultura que rinde homenaje a los dioses de la naturaleza. Es exactamente lo que está por pasar mientras escribo estas líneas.

Lo que pasa cuando llueve

Son las 18.03. Veinte minutos después del inicio de la música de la lluvia, los truenos lejanos, aunque aún no las gotas. Corro a sacar la ropa que lavé esta mañana un toallón, algunas remeras, unas bermudas y un bolso rojo con bordados de colores. Por suerte ya está todo seco. El sol ardió durante el día, aunque ahora sea sólo un recuerdo.

Hay tantas palabras para decir lluvia, tantas formas de la lluvia. Garúa, llovizna, chubasco, chaparrón, tormenta, aguacero, tempestad y más. Cada rincón su nomenclatura, según soplen los vientos y la lengua disponga. También hay lluvias interminables. Todos sabemos que en Macondo llovió cuatro años, once meses y dos días.

Las lluvias traen también inundaciones, desborde, campos anegados, destrucción. Pero por esta vez vamos a dejar de lado estas versiones desmesuradas de esta lluvia tranquila que ahora cae y veo por la ventana.  

La literatura es un lugar en el que llueve, dice el conferencista de “Conferencia sobre la lluvia” de Juan Villoro. En el prefacio a la edición de InterZona, el propio autor comenta que en la Conferencia el ilustre y maltrecho expositor hablará de la lluvia, o más bien, de lo que pasa cuando llueve. El hombre que tiene que hablar ha perdido los papeles en los que había escrito lo que iba a decir. No le queda más que hablar sin guión.

18.15. El viento cambia. Entra frío, brioso. Ahora sí, las primeras gotas. Voy hasta el balcón. Abro la puerta-ventana de par en par.  No me importa mojarme, ni que entre agua. Quiero que las ráfagas de viento me den en la cara, que la clorofila y el olor de la tierra mojada entren, invadan la casa.

La eterna María Elena Walsh resuena en mi cabeza. Tarareo.

Al este y al oeste

Llueve y lloverá

Una flor y otra flor celeste

Del jacarandá.

Como si el amor y la lluvia

Una de las películas con las que Argentina cerró el siglo pasado -y el milenio dirían mis hijos- fue El mismo amor, la misma lluvia, dirigida por Juan José Campanella y protagonizada por Soledad Villamil y Ricardo Darín. La película es de 1999.

La vi sola en un cine de la calle Santa Fe. Acababa de volver al país después de haber estado un año estudiando afuera. Tenía veinticinco años y el corazón roto. Pocas veces lloré con tantas ganas en una sala de cine. No sabía entonces que el corazón aguanta varias rajaduras.

Jorge y Laura se cruzan de casualidad en una Buenos Aires de fin de la dictadura. Llueve, Laura está en un taxi detenido por un semáforo, baja la ventanilla y asoma apenas la cara para que las gotas la mojen. Cierra los ojos. Jorge la ve desde el auto de al lado. Así comienza El mismo amor, la misma lluvia. Laura y Jorge van a encontrarse y desencontrase y volverse a encontrar durante dos décadas a lo largo de las dos horas que dura la película.

Vos no me falles y yo no te voy a fallar nunca, le dice ella al inicio con una inocencia pasmosa. Como si el amor fuera una cuestión de promesas, de reciprocidades.

Quién me manda a escribir sobre lo que no sé, dice él hacia el final, vencido. Del miedo tendría que haber escrito yo. Cátedra puedo dar.

Hago de todo en estas horas. Avanzo en la escritura. Me distraigo con la lluvia. Decido que ya está bien. Pelo diez manzanas, hago un pastel. Grabo videítos de la lluvia para mis hijos, que están lejos. Llamo por teléfono. Leo. Sigue lloviendo. Fin de la jornada y sigue lloviendo. Por momentos el agua arrecia. Luego se calma, no se oyen más truenos. Caen pocas gotas pero la lluvia sigue en el aire. Hasta que vuelve a desatarse.

Es cerca de la medianoche. Apago la luz para ver bien los relámpagos, para oír los truenos. Ahí viene uno. Pero lo que quiero es ver, oir, oler la tormenta.

Primero no veo nada. El rectángulo de la ventana está tan negro como la habitación, como la noche. No hay ninguna luz que venga de afuera. Poco a poco me acostumbro, los ojos se acostumbran, hacen el trabajo.

Escucho el agua caer sobre el verde. No sobre tejados ni sobre chapas. Se vuelca saltarina sobre el verde. Tiene tantos sonidos la lluvia.

Enciendo la linterna del celular para poder ver. Para poder escribir.

El sonido del agua contra las hojas verdes me trae La tormentosa, del dúo argentino Pensé que era viernes, formado por los poetas Pedro Mairal y Rafael Otegui. Ay, este amor, es una mariposa en la tormenta, tan fuera de control, tan cerca del dolor, cantan al ritmo de una chacarera. ¡Qué ganas de bailar!

De nuevo relámpagos. Y antes de que termine de escribir la palabra relámpagos, los truenos. Lejos, graves. Y enseguida más relámpagos, que se enlazan con nuevos truenos y así. Cada vez más seguidos, cada vez más cerca, más profundos. La lluvia se hace más acuosa, más resbaladiza. Más tupida. Poco a poco sin embargo, va raleándose, haciéndosa brumosa. Como si ya se hubiera deshecho de todo lo que le estorbaba.

Estiro la lectura hasta que amaina. Hasta que deja de llover.

No se vaya a secar esta lluvia.

César Vallejo.

Ahora por el rectángulo de la ventana entra aire fresco. Y algunas pocas gotas. Entran la noche y el sueño.