Imagina estar en la Sevilla del año 844. Los musulmanes llevan 100 años gobernando la región y se respira paz. El sol del sur ilumina el río Guadalquivir, el aire huele a especias del zoco y la vida transcurre tranquila bajo el emirato de Abd al-Rahmán II.
De pronto, en el horizonte, aparecen velas desconocidas.
No son mercaderes ni peregrinos: son drakkar vikingos cargados de hombres del norte armados y con ganas de saquear.
Cuando los vikingos llegaron a la Península Ibérica
En el verano del año 844, los habitantes de la Península Ibérica fueron testigos de un espectáculo aterrador: los guerreros que habían dejado un rastro de destrucción en las costas de Francia y en tierras de Galicia y Asturias llegaban a las tierras Omeyas.
Las crónicas cristianas mencionan que Ramiro I logró hostigarlos en la Torre de Hércules, en A Coruña, e incluso incendiar algunas de sus naves. Sin embargo, lejos de desistir, los vikingos continuaron hacia el sur, guiados por el ansia de botín.
El siguiente gran objetivo fue Lisboa. Durante trece días, entre agosto y septiembre del 844, los invasores trataron de asediar la ciudad, pero al carecer de maquinaria de asedio tuvieron que limitarse a saquear os alrededores antes de proseguir su viaje hasta el Guadalquivir, un movimiento inesperado que abría ante ellos el corazón de al-Ándalus.
El ataque vikingo a Sevilla
La ciudad visigoda de Sevilla se había rendido a los musulmanes en el 713, y sus habitantes vivían en paz desde entonces. Las guerras contra los astures quedaban en el lejano norte, y en Sevilla nadie esperaba un ataque, mucho menos uno por el río. Pero un día el Guadalquivir, hasta entonces vía de comercio, se convirtió en la puerta de entrada de la tempestad.
Si nos basamos en las crónicas musulmanas de la época podemos ver cómo una flota de más de ochenta naves remontó sus aguas hasta establecer una base en las marismas de Isla Menor (si en cada nave viajaban entre 40 y 60 hombres, hablamos de 3.000 a 4.500 guerreros potenciales).
El 25 de septiembre, las milicias locales intentaron frenar su avance, pero fueron derrotadas de manera aplastante. Sevilla, por entonces carente de murallas que protegieran su casco urbano, quedó expuesta al asalto.
Entre el 1 y el 3 de octubre, los nórdicos saquearon, incendiaron, mataron y robaron sin piedad. La gran mezquita, recién construida, estuvo a punto de ser destruida. Pero el nivel de violencia era tal que, según los cronistas, no dejaron vivos «ni a los animales de carga«.
Tres días de horror: la caída de Isbiliya
En las tierras inglesas y francesas estaban acostumbrados a los publos poco civilizados, pero en la Península Ibérica era diferente, pues no vivían el horror tan de cerca.
La población sevillana sufrió una de las jornadas más oscuras de su historia. Los suburbios quedaron arrasados y durante semanas los invasores extendieron sus incursiones hacia las aldeas cercanas. Incluso alcanzaron las inmediaciones de Córdoba.
El impacto psicológico fue tan fuerte que durante generaciones la simple evocación de aquellos “hombres del norte” despertaba miedo.
La respuesta del Emir Abderramán II
Cuando la noticia llegó hasta Abderramán II este supo actuar con rapidez. Convocó a sus gobernadores y les pidió que reuniesen a todos sus ejércitos en Córdoba para partir a recuperar la ciudad perdida.
Debió ser tal el miedo sembrado por los vikingos que al llamamiento a la guerra acudió hasta Musa ibn Musa, líder de los Banu Qasi en el valle del Ebro —habitual rival de los omeyas—. Todos los hermanos musulmanes comprendieron que si no podían detener a los invasores a tiempo los saqueos serían algo habitual, como estaba ya pasando en las tierras galas.
El campamento se instaló en el Aljarafe, en las colinas cercanas a Sevilla. Allí se trazó la estrategia para expulsar a los invasores.
La gran batalla de Tablada
Entre el 11 y el 17 de noviembre del 844 (más de un mes después de la llegada vikinga a Sevilla) tuvo lugar la batalla de Tablada, al sur de Ishbiliyah. Las fuentes musulmanas describen un enfrentamiento encarnizado en el que entre 500 y 1000 vikingos murieron en combate, y unas treinta naves fueron destruidas gracias al uso del temido “fuego griego”, un líquido incendiario lanzado contra los barcos.
Los supervivientes intentaron huir río abajo, perseguidos desde las orillas por jinetes y honderos. Muchos fueron capturados y ejecutados; otros, para salvar la vida, ofrecieron entregar prisioneros y parte del botín.
Abderramán II no aceptó la negociación y se aseguró de infligir una derrota ejemplar. Los invasores, humillados, abandonaron al fin la península con una flota diezmada y más de la mitad de sus hombres perdidos.
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